viernes, 12 de diciembre de 2008
✒ HAIKÚS, TANKAS y otros poemas, inéditos, 2005
una hoja, si
cayendo hacia arriba
así eres tú
gigante dormido
usas sábanas de nubes
como el aire el rocío
sólo un paso
parece que se mueve
el aire pasajero
crepúsculo rojizo
¿te robas el sol
o le haces el amor?
espuma cabalgando
brisa ondulada
ronco río ¿ríes?
calle vertical
apenas unas gradas
te esculpo descendiendo
un árbol unas hojas
que caen hacia arriba
eso eres tú
para el limón la manzana
es una fruta especial
definitivamente agria
árbol cortado
dos pasos circulares
tu sombra ronda
es gota nácar
un limoncillo verde
un lento beso
camina quedo
reposa inquieta
sombra sin tacto
arrolla el aire
una cuerda al reventar
notas que se van
brillan tus ojos
con ternura de orfebre
sonriendo sin fin
sentada al aire
apaciguas el viento
acariciando
raído niño
el arcoiris travieso
se reduce a nada
pollera rosa
gira como cascada
y vuelve a girar
flotas sin hablar
minucioso abalorio
entre mis manos
cuelga del cielo
un beso salpicado
llueve sin parar
la noche clara
se bebía la niebla
gota ä gota
ruidosa sombra
de pestañas oscuras
de signos raros
caminas río
las líneas de la mano
buscando estrellas
TANKAS
IMPOSIBLE
no ser ni tu luz
ni el cansado ropaje
de tu memoria
ni el infinito clamor
ni la impaciente dicha
penumbra clara
transparente viento
seda matinal
irisado resplandor
ondulante espada
fresca la niebla
golondrina lechosa
un paso en falso
y carda la húmeda
visión su pena
en la oscuridad
divagas sombra ajena
muerdes tu risa
de gris andar inquieta
pozo profundo y negro
desprendida luz
negrura arremangada
enigma eterno
camino junto a ti
soy sólo tu fantasma
un espectro azul
una caricia fugaz
un claro puñal
que renace en mi mano
que cercena tu luz
cicatriz apacible
enjalme de un recuerdo
armado de voces
que rugen de calladas
que ríen desdentadas
otros
Instantánea
ata luz
al delgado sol
que quiebra la ventana
reúne la voz
el minúsculo beso
que ensortija el visillo
Portal
puerta rectangular oscura
encajada en el vano hosco
espécimen de mano trémula
presa caricia sosegada
oscuridad de presencia maciza
gris el triste inocente rincón
cegado por la mano ciega
que apenas puede asirla
puerta, puente levadizo
camino acurrucado
escalera de un solo escaño
animal abierto en celo
Subitánea
una a una sube cada una de las gradas
lomos angulosos trabados en una
adarga ondulada alfombra ascendente
cada paso más sumido en un sonido
todo descanso anida encrucijadas
una ventana intemporal trastornada
la honda distancia dueña de cornisas
del viento huye en un tropiezo
el laberinto en un sismo concentrado
la luz una mirada gris encandilada
Con tacto
no eres la furia ciega que escondió mi sed
que ha empujado al potro, pariente del fuego;
estrellada luz mengua su voz ante un espejo opaco
y escancia en pálido fulgor su ira transparente
Monstruo diminuto que esclaviza mis huesos
esculpe sus pasiones e insufla sus venas rotas
exhala el frenesí por sus fauces ardientes
y me deja una caricia azul parecida al cielo
Visita
Se regocija el viento
al anularse la luz
y baja la noche
por un río denso
impalpable
que me penetra
como un hacha
silenciosa
Algo
Vasto retablo
donde amarilla la luz
vaga ilusión
acariciando la superficie de tus cuencas
Acaricio los objetos oscuros que la
penumbra me devuelve como sombras
Noche oscura
Despierto en plena noche
rumiando una pesadilla
justo cuando lo definitivo de la sombra
apenas se ve interrumpido
El brillo tenue de los rincones difusos
da la idea de ojos ciegos esparcidos
que se mueven lentos en la niebla quieta
Lo negro no existe solo se presiente
en cada gris que reina en silencio
domingo, 7 de diciembre de 2008
✒ MUCHO BRILLO ES PELIGROSO, cuentos, La Paz, 2001
CARTA CERTIFICADA
LO MEJOR será que escriba todas las cosas. Leer los periódicos llenos de imágenes, sobre todo aquella de la fotografía del antiguo puente. Encima la mesa está el cenicero, cerca de las hojas blancas de papel. No cabe nada ya en mí. ¿Por qué se piensa que los hechos vienen sin propósito alguno?, que todo es simple como la apoteosis de un amanecer. He aquí las palabras todavía entre los dedos de la gramática y los juguetes sin niños detrás de una puerta cerrada.
Y precisamente a propósito de una cajita llena de fósforos, todos ellos prestos a ser encendidos. Anteayer, a la misma hora que hoy, estaba sonriendo. No sé si tú me creerás, pero yo sé que las evidencias son siempre increíbles. A menos que yo estruje este papel, solamente porque hay varios minutos entre él y yo.
Un buen mediodía sin sol, sin lluvia, y creo que también sin lágrimas. En él me siento extraño, como una taza de leche llena de vino, como un objeto frío de vidrio vestido con un líquido cálido. Estrictamente sé que tu acabarás por decir una palabra de amor o algo similar. Te agradezco, pero tomaré inevitablemente mi barco. No importa si a la hora del adiós, o más tarde, aunque sólo me despidan las boyas del puerto.
Todo será como un perfume o como la sombra de ese perfume, como la postal con la tijera y los papeles o como las monedas derramadas sobre la mesa. Mi pasión estará muerta y nosotros, cada cual habitaremos la tierra que deseamos. ¿Qué haré allá?
Para qué hablar con el diccionario. Otra vez los viejos tiempos que atraviesan aquella calle llena de formas vagas y de otros tiempos viejos. Quedaron sin premeditación y contumacia la elaboración de los detalles. Sólo jardines dentro el lecho y, los pájaros, cantan dentro de ellos, a veces.
París 15.05.78
ESBOZO DE PRIMAVERA
LA MÁQUINA de escribir tenía un fuerte dolor de cabeza que se dejaba sentir como si a un acorazado se le acercara rozando un cardumen de ballenas. Era así, no podía haber rotulado mejor, el comenzar de aquel día con otra semejanza.
–¡Joder!– dijo con rabia, dejando caer dos gotas de saliva por la comisura inferior de su boca desencajada, apurándose en limpiarlas con el dorso de la mano derecha, lo que aumentó enormemente su enervamiento. La mujer había doblado la almohada para apoyar su espalda sobre ésta, mientras él con los codos apoyados en las proximidades de las rodillas, hacía como si no quisiera pensar. Hojarasca y flores muertas en el jardín del fondo que aparecían a trozos por la cortina gris, desplegada a medias hacia la derecha.
Las paredes y los árboles en su rústica desnudez parecían hermosos en la multitud de enjalbegados y rutilantes bosques. Más allá, tras el amanecer, aparecían galopantes nubes informes y algodonosas. Nada concreto en la súbita claridad que hacía esconder las sombras de cuanto objeto táctil se apercibía.
Aquella casona sombría de inmensos portones de abedul que aparecían impertérritos en la acera orillada de la calle angosta. Empedrados sus múltiples patios, sus escaleras y corredores de pino, los palomares grises en los entretechos, como habitaciones encanecidas que entreabrían sus puertas apenumbradas. Hogares laberínticos, multiformes de uno o diez miembros; los roncos borbotones de sus pilas. La impalpable serenidad de los barracones era el silabario común, el licor impersonal que se bebía la muchedumbre desperdigada. Aquel cine sudoroso que había en frente, en cuyas inmediaciones se canjeaban revistas o se ofrecían a cambio de nada; familiaridades de barrio.
Era el alba, silencioso y musical que atentaba contra la anarquía de un dolor de cabeza intermitente. En medio de esos archipiélagos escondidos de la memoria, se han ido acumulando de improviso, imágenes que no recordaba hace tiempo, alternadas y confundidas, como las maderitas finas y oscuras en unos frescos que vio en Suiza hace unos meses. El teatro de imágenes lo llevaba a miles de kilómetros, a otra dimensión en la que, en forma perpendicular a su lineal existencia, las imágenes comenzaron a emergen a la superficie al ser convocadas.
Los panes de leche de doña Josefa, la vieja tendera aymara en la esquina de Salmón y Bustamante; la reja de madera con la que cerraba su tienda. ¡Cuánto esfuerzo le costaba recorrerla para hacer pasar a sus compradores! Al tornar esa esquina color durazno, bajando la acera, se encontraba la antigua pila de piedra, ya sin agua y olvidada. En los espacios en los que debieron haber habido árboles, los niños cavaban huecos en la tierra para jugar con las bolitas multicolores de vidrio; aquellas de hueso blancas o esas con ojos alargados de gato. Se ensamblan arbitrariamente los panes con caras de muñecos y las llamitas de dulce de Todosantos.
Las escaleras imaginarias pintadas con tiza sobre la acera, frente a la luminosidad y la apacible paciencia de la tienda de gorras. La caja de botones que solía sacar para jugar, las soleadas tardes acariciando los adoquines de piedra. La madera olvidada y los aviones de papel, los paracaídas de plástico, los dulces que regalaban los sábados en el catecismo al que siempre llegaba tarde, las largas filas frente al surtidor de querosén durante las lluvias y la promiscuidad infinita de las huellas en el barro fresco y húmedo de las calles. Cuantas asociaciones anónimas…
La apoteosis de la construcción del puente Abaroa, el gran puente, con más caídas que Cristo; nacido entre la incredulidad y el espectáculo, con la esperanza nerviosa de pocos. Aquel puente que me ha dado tantos caminos con gradas, tantos itinerarios, tantos niveles de existencia, ahora mantiene orgulloso su vientre lleno de ecos y sus ropajes de hierba que dejan pasar todo un universo.
Recordaba también las veleras y las imagineras junto a la puerta de la iglesia del Gran Poder; el mural de su cúpula en el que el dios creador transforma el caos en un mundo ordenado. La pila bautismal en su ala derecha, donde aprendió ese número de equilibrista con el que solía divertir a sus amantes. Las noches de bicicleta y los cortes de energía eléctrica constantes, en cuya penumbra salía a cabalgar apresurado en su caballo de palo, amparado en la oscura placidez de la oscuridad y complacido del ruido que hacía éste entre el empedrado de las calles, las fiestas del barrio y los domingos de ramos. En fin, recuperaba tanto y tan confusamente, que todo se iba igualmente como un torbellino, como vino a su mente y quedaba todo diluido. Su mente febril sólo pensaba en aquellas calles, en su teatro pequeño, en sus atardeceres rosados de verano; ahí se disolvía el caos.
Un movimiento le hizo caer la cabeza durante un instante; el sueño clamaba por recuperar su territorio, y el ecran de este cinema advenedizo, sus ojos, ya tranquilos, acariciaban sin querer, los pliegues de las sábanas, que se levantan y caían suavemente, al compás del respirar de la compañera de cabellos largo, que sin compartir su insomnio, lo adornaba con sus pequeños ronquidos.
26.10.78 Barcelona
LAS ESTACIONES
NO PODÍA haberse tejido de manera más acertada aquella telaraña aérea, hecha de hierro fundido; monstruosamente adherida a enormes pilares abiertos en abanico. Aquellas imperdibles y huidizas estrías delgadas y paralelas, huyendo sin moverse por los corredores y andenes tan caminados; clavadas dentro de las oscuras cavidades de gato salvaje, o como ligeras floraciones al lado de los cúmulos de hierba junto a los caminos.
Desencuentros y separaciones, cúmulos de besos y manos agitadas, ojos húmedos y brazos irrecuperables. Siempre las mismas partidas, las mismas voces de eco anunciándolas, estableciendo aquellos intervalos de tiempo cuya íntima sonoridad acelera el fluir de la sangre; o más bien, alcanza el ritmo del otro tren diminuto –ese de sólo dos estaciones–, que traquetea dentro su pecho. Las maletas aderezadas, los abrigos desabrochados; con fresco, reciente o antiguo sudor. Las luces intermitentes, en el mudo rubor del atardecer.
Las estaciones no pertenecen a ningún territorio determinado, son como los ríos o como los mismos viajeros. Del mismo modo en que es imposible delimitar un segundo ya transcurrido, ese su constante fluir tampoco puede estar en algún lugar. Es lo que ya se fue o lo que jamás vendrá. Sus trenes son como las cartas que se envían como certificados de existencia.
¿Han visto alguna vez una estación muerta? ¡Jamás! Aunque deshabitadas y en desuso, siempre están en latencia, esperando resucitar algún día. En apariencia son como una inmensa corona con todas sus espinas rotas y abandonadas.
A aquella hora había mucha gente apoyada dormitando encima sus valijas, otros caminando con prisa, trenes que partían, trenes que llegaban; en fin, solamente la vida sobre ruedas. 29.10.78 Barcelona
PASEÍTO EN BARCELONA
DEBIÓ HABERLO dicho antes; cuando sus palabras iban y venían como un teleférico loco, como un barco suicidándose en la bahía; pero, se quedó callada y puso en su rostro aquella expresión timiduela, con la que apareció la primera vez en la habitación que ocupaba por entonces en París: el 10 de la rue de Buci, justo a la derecha del parque, a la que solía llegar luego de haber agotado todas las gradas y haber acariciado varios pares de barandas de madera gris y añosa.
Aquella habitación tenía una puerta maciza; en el fondo podían verse hilos de luz amarilla o azul– ,según fuere de día o de noche–, que escapaban del espacioso eje de la cerradura. Era una buhardilla angosta, algo larga y terminaba en una ventana inclinada que se abría hacia arriba; cabrían en ella un lecho amplio y algunos otros muebles que permitían, según fueran las necesidades, hacer de cómoda, ropero o escritorio; en sus paredes estaban colgados muchos dibujos, gráficos y otros objetos que formaban parte de una geografía de la nostalgia, propia de aquella época.
Pese a lo que no alcancé a decir, ella se fue creyendo que la había echado. Escuchó decir que estaba empezando a enloquecer, que ese olor a semen antiguo y sangre de pretéritas menstruaciones, que habitaba en las sábanas; que el chirrido incesante que invadía la amplia ventana, con su carnaval de coches y gritos; que el temor de que en cualquier momento pudiera desarmarse aquella cama cacasena comprada a plazos – y no pagada finalmente–; que la alucinación de ese foco colgado en la cabecera, encendiéndose en cualquier momento de la noche, me encandilaba los ojos; que todas las cuentas de ese collar que simbolizaba nuestra vida en común, iba adquiriendo cada día más la virtud de estrechar mi garganta al máximo.
Incluso cuando fornicábamos suavemente, con lentitud de locomotora, cayendo al placer como se precipitan las plumas de las palomas a las calles abarrotadas de gente. Pero no, no lo dijo; ni siquiera en aquellos momentos en que no hubiera implicado ningún sacrificio y sus palabras hubieran sonado tan solo como una broma banal.
Mientras buscábamos monedas en las calles y ella estaba de buen humor aún sin encontrar ninguna, o cuando juntábamos unos francos para un baguette de medio metro, unos tomates rojizos y unas naranjas marroquíes. La vida efímera era un poema sin miseria. Entonces me parecía escuchar, casi como un murmullo, el inicio de una frase que nunca comenzaba. Tal vez en ese momento no habría tenido ningún sentido.
Mientras estuvimos la primera temporada en París, todo resultó bien, todo lo bien que puede resultar un concubinato oportunista o una partida de póquer sin dinero. Yo fui el primero en sentir repulsión por la tibia indiferencia en que vivíamos al dormir. Se me ocurrió prolongar el tiempo, o mejor dicho, creí enamorarme de su sombra. Afortunadamente sólo duró hasta el instante en que se dio cuenta, y medio sonrió, moviendo a un lado sus cabellos. Pero, para que hablar de puercos recuerdos; lo cierto es que me molestaba que no usara enaguas ni sostenes, con lo agradable que resulta el quitárselos a cualquier muchacha.
Podría decirse que no poseía intimidad que guardar. Hacíamos el amor como animales; en ningún lugar cabían el pudor o el miedo. Nos alumbraba un foco gigante y amarillo y tres espejos de diferentes dimensiones cubrían parte de las paredes; en ellos multiplicábamos el traqueteo y los jadeos bamboleantes, y muchas parejas acompañaban nuestros movimientos en un coro interminable. En los intervalos, al acabar el rito y vaciarnos temporalmente, veíamos como el paisaje de nuestros cuerpos se fundía en una geografía lejana de imágenes intermitentes.
Tenía un coño flojo, fácilmente dilatable, inesperado como el bolsillo de un payaso; adoraba jugar con los pequeños accesorios de su almeja, como si tocara un diminuto y exótico pianillo, a cuyos toques su cuerpo respondía a través de cuerdas secretas; ya sea modelando en blanco la esfera de sus ojos o comprimiendo las comisuras de su boca con tenues aullidos. Detrás de todos aquellos imprevisibles movimientos asomaba ligero y fresco el placer. Llegué a conocerlo tan bien, que ordenaba sus pliegues de diferentes maneras; con solo verlo creía adivinar las edades pasadas, como los leñadores que leen la vida de los árboles, con sólo rozar sus recubrimientos sucesivos.
Tantos juegos inventados en las vigilias apenumbradas. Me parece oír aquellas campanitas japonesas adheridas al cable de la lámpara, que sonaban intermitentes al encenderla. Siento en mis dedos aquella manta suave con diseños escoceses de la que se aficionara tanto la vecina anciana. Aquella caduca midinette, cándida y desconfiada. Era una veterana enfermera de guerra que soportaba su soledad presente, como si fuera la última batalla de su vida, con estoicismo y esperanza. Esperaba entre sábados la visita de su única hija, preparándola con habilidad; nos pedía que no le dirigiéramos la palabra y mucho menos la importunáramos con algún favor, mientras durara aquella visita; pero nos recomendaba que reanudáramos nuestro cotidiano trato al día siguiente. Sonreía mientras masticaba su desdentaba boca; fue a causa de sus prisas matinales que empezamos a redescubrir las mañanas y a comenzar el día con desayunos.
Aquella vida sórdida y feliz no se volvió a repetir. Ella partió luego de unos meses a Dublín, para visitar a su hermana casada con un viejo artillero, a quien rememoraba con nostalgia; su casa asoleada a las orillas del mar – cuya foto a menudo me mostraba–. La azotea de la vieja casona donde eran frecuentes las violencias vespertinas, cuya narración tristemente me reiteraba. La Place Apollinaire parecía un antiguo oratorio de benedictinos en su paz de las cuatro de la tarde. Allí estaba cortado el añejo claustro de Saint Germain des Près, con su torres blandiendo enormes y hermosas campanas blancas que jamás alcancé a oír.
Vuelvo a picotear este piano de letras, sin poder precisar lo que ansiaba recordar en este preciso momento, y me limito a divagar en hechos que sucedieron hace poco; vagan en mi memoria, tenues, las imágenes del pederasta andaluz y del solterón brasileño. Éste último con su cabezota de gallo viejo y caminado, tarareando las antiguas cancioncillas que anidaron en su pasado de cantor cómico de circos ambulantes. Su cándido corazón afectado por las innumerables cicatrices que dejaron en él, la persistente miseria, la permanente malahora; silencioso y sumiso, deseando el bien a todos, y mandándolos al mismo tiempo a la mierda.
Por cierto, aquel rostro de ave doméstica debió haberlo heredado de su intensa convivencia con aquellas gallinas rústicas y tercas, de cuya venta intento vivir en su niñez. Aves cuyo descuido no les permitía ser un objeto comercial, y solo rara vez podía vender en aquel mercadillo transurbano de Sao Paulo, acabando casi siempre como precario relleno de sus frugales almuerzos. El afecto que llegaba a tener por sus aves y el hecho de no tener más remedio que alimentarse con ellas, le dejaba una amargura latente que marcó su carácter.
El otro individuo –el pederasta–, tenía un rostro de perro, aquella mirada tímida y desconfiada de cualquier can callejero, cuya apaleada existencia lo obligaba a estar constantemente a la defensiva. Su cuerpo era frágil, casi infantil; su servil gentileza y su especial habilidad para ganarse el afecto de extraños, invitando cigarrillos; su presteza a hacer cualquier favor aún antes de que le fuera pedido. Todos los empleados del restorán donde trabajábamos lo conocían y se aprovechaban de ello. Estos dos personajes eran el marco en el que nos desbaratábamos aquel verano; un paisaje de marionetas naturales, encajadas en una tira cómica de algún periódico dominical: bufones de una corte proletaria rica en ridículas hipocresías.
El departamento donde habito tiene la particularidad de contar con ambientes alargados; la habitación que ocupo es la más lógica dentro un esquema humano; podría compararla con una muchacha alta, grande y torpe. Tomé posesión de este tercer piso primero como invitado, luego como habitante furtivo, y finalmente como inquilino oficial. Más tarde me permití incluso realquilarlo a una familia de gitanos malagueños.
En medio de esa habitación, lo primero que noté fue la presencia absurda de sus botines carmines con tacones altos y torcidos y sus suelas prontas a desaparecer; alcancé a recordar el día en que los estrenó conmigo, meses atrás. Cuantas veces los vi, debajo la cama, encima el sofá, o en cualquier parte. Ella los calificaba como un modelo diseñado especialmente para las putas francesas, mientras sonreía y se levantaba el vestido y decía socarronamente que se veían bien en sus piernas blancas.
Algo que no pude ocultar nunca, fue ese su temor constante de creer ser inoportuna. ¿je te derange, mon cheri?; cuantas veces lo dijo la primera noche y nunca se olvidaba de repetirlo cuando me notaba de mal humor. Lo repetía incluso en los momentos de plácida tranquilidad que a veces teníamos. Un recuerdo que de pronto me asalta: aquella noche sin luna, en la apacible Rive Droite del Sena, un poco más abajo de Notre Dame, donde en medio de la calle oscura, bailamos frenéticamente, sin música, ebrios de dicha sin darnos cuenta del amanecer húmedo y lluvioso. ¿Qué no pasó antes o después? Solíamos encontrarnos o despedirnos a veces en la placita Chateau Le Bourbon, donde vivía su madre. Así lo hicimos la primera vez que marchó a Atenas, a visitar a su amante griego. Esa primera vez que siempre se empeñaba en recalcar, como el inicio de una barrera infranqueable que suponía se había levantado entre nosotros.
Cuando repasaba innumerables veces los anticuarios y las galerías de la rue Bonaparte, para hacer hora mientras abrían las puertas del taller de litografía de la Ècole de Beaux Arts; en medio de la suavidad de sus piedras calcáreas y la fina arena que las limpiaba; pasaba horas y horas dibujando y raspando figuras, convencido en que a veces esas obras se convertían en fundamentales razones para continuar seguir viviendo. Era hermoso observar los intersticios en el quicio de la puerta y de la cerradura, por donde se recortaban los delgados espacios iluminados con frescor amarillento, que contrastaban con la oscuridad del pasillo. Con la certeza que ella se hallaba dentro, dándole un atisbo de aquella familiaridad que brinda un hogar de campaña.
Deposito con sumo cuidado algunos nidos diminutos que fueron armados con delicadeza en la parte exterior de la ventana. Son frágiles, nudosos y compactos con una sensación de calidez. Abajo, la calle suena lejana, como los maullidos de un gato adolorido y enamorado cuyos sonidos atraviesan los vidrios y la cortina.
En mi memoria, algo confusos, se entremezclan un calendario de fechas que pretenden ubicarse dentro de una proporción legible; sus restos pasaran a enriquecer los fondillos de mis recuerdos. De improviso, rememoro como vivos, aquella pareja de maniquíes empolvados, dejados a la intemperie en aquel balcón tapiado, rodeado de una intemporalidad enfermiza; me apesadumbra el verlos allí lejos, el uno inclinado en los brazos inexistentes del otro; sin rostros, sin la coyuntura de sus labios. Parecían suspendidos en el tiempo, en aquel balcón verde, sin vidrios, dejando ver el muro que bloqueaba su ingreso. Allí cerca a tantos letreros luminosos, en esa calleja angosta, como pubis angelical, situada al final de la rue Oudinot.
Descubrí sin querer la existencia de la palabra nunca; construida esta vez con los quizás de cada día. Ese clamoroso sujetar de voces que ata mi garganta; la toco, palpo sus cuerdas bucales y recuerdo el intermitente concierto de los gatos en los tejados y aleros oscuros; siento el sudor frío que se apodera de las prominencias óseas de mi frente.
–¡Que pequeña que es Meche!– pienso, mientras la imagino comiendo de pie, junto a la mesa larga de aluminio opaco de la cocina; allá en el restorán suizo donde trabaja como ayudanta. Casi nunca precisa de silla. Ella, con su cabecita pequeña y su rostro tímido, todo lo tiene a su medida, y ella, consciente de esto, permanece ajena a toda edad. Los montacargas suben lentamente por su espacio ondular trayendo y llevando sus terrazas blancas y desiertas, tensas como un arco y nerviosa como péndulos.
¡Cuanto me hubiera gustado dibujar aquellos dos enanos! Formaban una pareja peculiar; parecían divertirse con todo el mundo, mientras jugueteaban con sus piececitos colgantes que finalizaban en dos pares de zapaticos en punta. Parecían, por el color de sus trajes, berenjenas. Sí, era allí, en la pequeña glorieta de álamos grises, cerca a la catedral.
Hay un tío golpeando no se qué, al otro lado de la pared; parece una ofensiva débil que desea recorrer los límites tácitos del muro para ingresar en mi habitación. Fuera de la ventana, las copas verdes de los árboles abanican suavemente el aire con la brisa fresca de esta hora tibia. El tío sigue; ahora rasga, vuelve a clavar, finalmente cesa.
Todo este tinglado de cosas empieza a agotarme, como si fuera poco el largo tiempo que habito en esta ciudad, ya mía; porque es cierto, y lo sentí el otro día, luego de llegar de una excursión por las orillas del río Ebro, de besar dulcemente a una muchacha, de emborracharme cerca a ese bestial puente de madera, sentí una alegría íntima al ver de nuevo las luces de Barcelona; su fresco aire de puerto, sus plazoletas, la virguería de las callecitas grises del barrio gótico.
Barça 1978 LA ESPERA
A CADA momento, en medio del rumor acariciante que movía los pinares, haciendo temblar las hamacas vacías, en la terraza de la casa de enfrente, escuchaba por doquier pasos que la herían. Todos sonaban igual, pero sólo en su mente ansiosa. Su imaginación reconstruía sucesivamente las posibilidades de aquel retorno ansiado. Cada instante que pasaba era una eternidad que transcurría; su ansiedad trazaba un mapa sin fronteras en los bordes de su desesperación. ¿Cómo estar segura de que llegaría a la hora indicada la persona que había citado?
Cada porción de tiempo reconstruía en su memoria, la certeza del día, la hora, el lugar de su convocatoria; siempre llegaba a la misma conclusión: era la exacta coincidencia, pero no llegaba. Habían pasado apenas tres minutos de la hora acordada, pero su serenidad daba paso a una ansiedad galopante. Ya eran cinco minutos.
Volvió a dudar sobre el lugar, era la esquina acordada, pero tal vez no fue clara y dejó entender cualquiera de las otras tres esquinas. Con esfuerzo trató de ver a quienes estaban cerca de tales sitios; Creyó reconocerlo en la corta distancia, y sin medir sus reacciones, corrió hasta la otra esquina llamando por su nombre al hombre que estaba parado, apoyado al poste; le tocó cálidamente el hombro; y al volverse el hombre, una sensación de frustración le permitió apenas pedir disculpas por su torpeza. Habían transcurrido ya 12 minutos.
A modo de tranquilizarse volvió a la esquina inicial; se sentó en la banca de madera cercana, y cruzó sus brazos. Sus ojos empezaron a escudriñar los minibuses y los taxis que debido al tráfico paraban cerca. Pasaron cuarenta minutos, nada. Se sentó en una banca cercana. No sintió el escalofrío en su nuca, ni el adormecimiento de sus pies, ni el fresco zafiro que llegó con el crepúsculo. Al cabo de una hora, sus cálidos ojos se abrieron nuevamente, refugiándose en las sombras de los árboles. Una extraña paz la inundó; ya no recordaba con exactitud a que había venido a este bello lugar. Sintió un gran malestar, una honda nostalgia, pero ese vacío que inundaba su torso, la intermitencia ruidosa con que pasaba el flujo sanguíneo por su frente. Sintió una profunda orfandad, un desasosiego febril.
No alcanzó a acordarse del motivo que la trajo hasta aquí, pero inmediatamente su lucidez empezó a percibir cuanto la rodeaba. Reinició su caminata. Poco a poco caminaba más rápidamente, y cuando se detuvo, varias cuadras más arriba, se sintió invadida por una paz sin límites, y agradeció al azar el hacerlo de esa manera.
HISTORIA DE UNA CARTA para Aguinda
EL PAPEL ya había conseguido arrugarse en el bolsillo de atrás del pantalón. Queriendo protegerlo, no advertía que nerviosamente se introducían mis dedos en aquel bolsillo, deseando verificar si aún seguía aquel corrinete de papel, que por azar había comenzado a ser el protagonista de aquella tarde. Percibía apenas aquel movimiento nervioso y torpe de mis impulsos.
Mientras caminaba, miraba distraídamente las vitrinas tratando de interesarme en alguno de los objetos que se mostraban en éstas; sin embargo, sólo conseguía expandir mi torpeza, pues tropezaba con frecuencia con otros transeúntes más atentos y apresurados. Escuchaba como si no se refirieran a mí los improperios que me dirigían por las molestias que causaba en aquella transitada esquina.
¡Tenía que ser precisamente esa esquina! la del farolito colgado en una cadena, y justo a la hora más concurrida. A modo de huir de ese entorno, pasé al frente de prisa; al bajar la acera, resbalé suavemente, pero eso bastó para que mi apuro adquiriera algo de cómico y sospechoso. Varias personas se detuvieron y su curiosidad me molestaba. Parecía que todos estaban allí sólo para manosear mi intimidad. Me apoyé en la columna recuperando un poco de tranquilidad; desde ahí divisé un café y sin pensarlo me dirigí a él con ánimo de ordenar mis confusas ideas.
Al ingresar, su gris y húmedo ambiente no me convenció ni me pareció acogedor, pero ya estaba dentro y tenía otras urgencias que no eran precisamente el examinar ciertos detalles de su interior. Me senté en la mesa que daba a una vidriera, cerca a una vitrola decorativa. Ordené una taza de café irlandés; mientras se alejaba la camarera, imaginariamente empecé a escribir con los dedos sobre el mantel blanco. Me detuve al llegar a la azucarera, y mientras observaba una de sus asas rotas, me sobresalté suavemente: estaba por precisar el encabezado para mi carta.
Ése momento, de quién sabe donde, apareció una mano, como caída del aire, portando una taza. Mi concentración fue cortada en el instante mismo en que aquella mágica palabra que encabezaría mi texto, llegaba a mi cabeza. Semiturbado, di las gracias y mecánicamente aproximé la taza a mi lugar. Al tomar la azucarera me di cuenta que otra vez había extraviado aquella palabra.
Estaba moviendo la cucharilla, viendo sin ver los remolinillos del café. Al parecer pasó algún tiempo, ya que nuevamente miradas curiosas y burlonas se posaban en mí desde las mesas vecinas. Dejé a un lado la cucharilla, manchando levemente el mantel. Bebí un sorbo descubriendo que no había puesto azúcar. Lo dejé así y seguí bebiéndolo a ratos. Esta vez mi vista estaba fija en los destellos violáceos de la vidriera. Apoyé la cabeza sobre mi mano izquierda; inmediatamente buscaba con mi otra mano el papel arrugado que tenía guardado. Lo desdoblé cuidadosamente y puse mi palma encima para alisarlo al máximo.
Mi mano retornó al bolsillo de mi saco, pasó a los otros, llegó a los de la camisa y cada vez más nerviosamente, me convencía que no tenía nada con que escribir. Como un alivio instantáneo llegó a mí el momento en que mis dedos tocaron un diminuto lápiz en el fondo del bolsillo de la polera. ¡Estaba sin su punta de grafito!
Lo puse sobre la mesa junto al papel y sentí un gran vacío dentro de mí, que sin embargo, insistía por salir, por llenar ese papel. Sentí un pudor indescriptible cuando hallé entre mi angustia el cauce que ordenara mis ideas y cuanto deseaba escribir. Pensé prestarme algo con que escribir, pero las mesas habían quedado desiertas y el camarero estaba cerrando las cortinas laterales. Me miró lacónicamente; en su rostro se marcaban el agotamiento físico y una insistencia callada por verme fuera del local. Salí con pasos pesados y me alejé por la calle, desierta, de empedrado opaco y charcos sucios.
Media hora más tarde, estaba recostado sobre mi angosto catre. En mi somnolencia soñaba, me veía como un candoroso querubín envuelto en sábanas de pan blanco con un horrendo lápiz gigantesco a modo de lanza; desperté sobresaltado y al volverme a un costado observé que por los intersticios de la ventana penetraba una luna llena, fragante. Al tornar mis ojos, vi en el suelo aquel papel arrugado, borroneado, que sin embargo dejaba ver un texto precioso y adornado. Me levanté, y durante varios instantes, mientras lo leía, dudaba de haberlo escrito y los rasgos de la letra, aunque tenían algunas características mías, el texto me parecía indescifrable.
Sao Paulo 08.09.86
JUSTA MARÍA DEL PILAR
Ella era una mujer feliz. Bueno, era feliz a su manera. Podríamos decir, sin ser benevolentes, que tenía una extraña manera de ser feliz. Su modo de mostrarse dichosa causaba la inquietud, la preocupación, el desasosiego y hasta la lástima miope de no pocas personas. No asistía a las reuniones de familia, ni a los casi semanales festejos que de una u otra parte, y por cualquier motivo, organizaban sus parientes y vecinos.
Las esposas de sus hermanos solían visitarla seguido a un principio, para enredarla de alguna manera en sus conciliábulos o hacerla partícipe de sus rencores y amistades. No las rehuía, pero agotaron los motivos, pretextos y razonamientos que consideraban infalibles, para conseguir que Justa llegase a formar parte de su mundo. No es que haya sido un ser insociable, al contrario, su voz era suave, gentil e invitadora; su sonrisa amable y plena. Las escuchaba sin oírlas, con gran atención, y el momento en que ellas requerían con la mirada un gesto cómplice, solo hallaban una sonrisa simple que hería sin querer a quienes exigían respuestas inmediatas y entrecortadas.
Los que la conocieron desde su infancia afirmaban que carecía de edad; y para aclarar este extraño concepto, decían que no fue una niña como las demás. Solía ver a las demás niñas con esa mirada de siempre, con la misma sonrisa acariciante; por las tardes frescas y rosadas se sentaba en el mismo lugar, cerca a los pinos cerca a la quebrada viendo jugar a los niños. Ninguno de ellos percibía en el jolgorio de sus travesuras, que aunque Justa no participaba con ellos, su mirada soñolienta era la depositaria del éxtasis bullanguero. Los miraba alejarse, cansados hacia el crepúsculo; era tal la intensidad de sus ojos que parecía que su mirada había sido el recipiente de las que la rodeaban.
Ya joven, ya mujer, en todo el contenido de la palabra, no cambió mucho. Ya no eran los juegos ajenos los que observaba, era el ronco río el que la cautivaba con sus susurros. No faltaron muchachos que se le acercaron para enamorarla, hasta le compusieron tonadillas de amor. Era bella, pero extrañamente sus encantos sólo invitaban a la contemplación, a las palabras entrecruzadas de los saludos, a los adioses largos; pero, todo ello no dejaba en nadie una esperanza sembrada. De no ser por la claridad con que solía conversar con su añosa maestra de primaria, o con Don Vibacio, el ciego enano de la cuadra que da al bosque; los dos únicos amigos que tuvo. Fueron ellos quienes evitaron el rumor de que Justa estuviera poseída por una honda locura.
Su padre, rico comerciante del pueblo, permanente viajero, no retornó vivo de uno de sus viajes a la ciudad. Lo asaltaron y asesinaron. Dos campesinos llevaron su cadáver envuelto en una manta hasta su casa. Fue ella quien abrió la puerta y aquellos que temían una expresión desgarradora de dolor, encontraron solo una mirada honda. Ayudó a acomodar el cadáver de su padre sobre su lecho; lavó su cadáver, lo vistió con profunda serenidad. Acarició con ternura su rostro ensangrentado, y salió por la puerta de atrás. Nadie supo donde estuvo durante tres días. No asistió al velorio ni a la ceremonia del entierro. Alguien contó que la había escuchado la noche anterior cantando una extraña canción junto a la noria abandonada, en el lugar donde suelen descansar los romeros y promesantes que llegan de los sembradíos, antes de entrar al pueblo. Allí cerca al abra.
Cuando reapareció no contestó las inquisitivas preguntas y evitó vestirse de negro. Nadie la oyó sollozar y aquello fue como un insulto para las plañideras oficiales; quienes divulgaron una absurda campaña de morbosidad que ayudó a cerrar el cerco irracional hacia Justa María. Poco tiempo después falleció su madre, aquella mujer a quien la parálisis y la ceguera, habían encerrado en un mutismo permanente. Bella de joven, no le perdonó al destino el haberle ocasionado aquel accidente fatal, cinco años después de su feliz matrimonio. Olvidó su papel de madre, de esposa, de ser humano. Aquella insistencia pertinaz de olvidar aquella fatídica fecha la llevó también a contagiar a cuantos la querían; todos la olvidaron poco a poco, hasta tenerla sólo como a un objeto reverencial, pero definitivamente inerte. Su muerte pareció apresurada por la partida de su esposo, como invitada por la muerte a reivindicar su recóndita y opaca soledad con la esperanza de una reunión definitiva, más allá de todo.
La dispersión llegó a esa casa como una convocatoria al cumplimiento de una promesa salvaje del destino. Antenor, el hermano mayor, apuesto moreno, bebedor y pendenciero, apareció una mañana con los ojos alucinados. No dijo nada, sacó unas antiguas reliquias familiares y cargando una cruz rústica hecha de sarmientos, se marchó hacia las montañas azules, más allá de las quebradas, en busca de una vida mística y solitaria. Dejó a su mujer y a su hijo enfermo.
Sabino Alonso, su hermano mas querido, aquel niño enfermizo a quien Justa cuidó de tantas enfermedades durante su infancia, ahora ya hecho un joven vigoroso y emprendedor artesano, dedicado al vidrio. Una noche de luna llena, despertó gritando; su concubina Martina, intentó detenerlo, pero el le dio un tremendo golpe, dejándola al borde de la muerte. Semidesnudo se perdió tras las colinas. Nadie más supo de él. Dicen que vive en los montes calurosos extrayéndole leche a los árboles, en un estado casi salvaje. Y Santiago, el hermano menor, a los pocos días, murió ahogado en las cristalinas aguas de Río Ancho; estaba intentando buscar oro en las barrigas de los peces. Todo esto pasó en menos de dos años.
Justa quedó sola en su casa, y su rostro bello y sonriente, en poco tiempo se pobló de cabellos blancos y arrugas indelebles. Sólo quedaron como un sello eterno, aquella sonrisa transparente, sus ojos intensos y ausentes, y aquella manera intangible de ser feliz. Callada, sin quejas, ya no hablaba con nadie.
Pasaron varios años, la casa, ya sin cuidado alguno, asumió la condición de abandonada; el pueblo y sus habitantes, sumidos en los quehaceres y las veleidades que les trajo el aserradero y la fábrica de fósforos, casi olvidaron a su única habitante, sus escapadas hacia las laderas al anochecer como un animal furtivo.
Cierto día, algunos vecinos movidos por la curiosidad comentaron el hecho de no haberla visto desde hacia bastante tiempo. Dudosos y movidos por una ansiedad morbosa, forzaron el grueso portón de acceso, subieron las destartaladas escaleras, y en el segundo piso la encontraron. Aparecía apoyada en la penumbra de la única ventana abierta, con su vestido gris; acartonado por la sequedad y el polvo. Entre una pelambre de cabellos blancos se distinguía por entre los huesos amarillentos de su rostro, una extraña expresión que parecía proveniente de un ser vivo: era una sonrisa que provenía de aquella semioscuridad, que espantada por la luz advenediza, huía para siempre.
La Paz, 1989
UNA PARTIDA FORZOSA
LAS FECHAS, esas frágiles conjunciones de números y letras, que adquieren tan variados sentidos en nuestro conducta, al avanzar a través del tiempo, transformándose en los indicios de nuestro vivir. Una cifra y pocas letras bastan para llenar a un hombre de graves recuerdos latentes. Hay fechas que llegan a persistir con particular insistencia, como una arteria fantasma ubicada junto al corazón palpitante, que llegan a transformarse en interminables calendarios, cuya presencia se materializa con el más leve recuerdo que despierta una cadena interminable.
Agosto 8, un día que transcurrió hace poco menos de tres meses navega en mi memoria como un náufrago que se acerca desesperado a la orilla, haciéndose cada instante más preciso. Había fallecido con cierta placidez y algo de respeto: un infarto del miocardio. No tardó más de diez minutos en despacharme; no tenía afortunadamente, a nadie cerca, que pudiera evitar el desenlace. Éste ya se había ido anunciando desde hace dos años. El marcapasos alemán que me pusieron entonces, no hizo sino calmar la ansiedad de mi mujer. Fue más terapéutico para ella; estaba convencida que había hecho con ello todo lo posible por salvarme. Me pareció bien, por el precio y por sus resultados. Pero, la verdad es que a mí no me dejó ningún beneficio, excepto el de poder manejar a mi gusto algunas circunstancias que me perturbaban y de poder rascarme con desenfado la pequeña cicatriz en mi pecho
Obviaré los detalles del encuentro de mi cuerpo y los trámites que lo precedieron hasta depositarme en este cómodo sillón horizontal donde me hallo. Afortunadamente, no hubieron escenas de grave cursilería. Habían cumplido en gran parte con mis caprichos en relación al mobiliario fúnebre; obviaron esos horribles focos fluorescentes violetas, y pusieron en su lugar los cuatro cirios clásicos y la cruz de madera.
Mi mujer culpó a mi hijo mayor el no tener su traje sastre negro a tiempo, por distraerse demasiado en la contemplación de mi féretro oscuro y en exagerados llantos. Yo creo que la doña exageró al culparlo por ese detalle logístico. Lo conoce al chico y sabe que su sensibilidad no ha sido nunca su mejor consejera nunca. ¡Que le vamos a hacer!
Pusieron algo duro bajo la almohada, imagino que es la caja de tabaco que contenía minucias mías, y que pedí llevarlas conmigo; no imaginé que iban a ser tan incómodas. Afortunadamente ya no siento dolores, pero nunca está por demás cuidad aquellos detalles. Me vistieron con el traje que menos me gustaba: aquel terno azul marino cruzado, con botones dorados; seguro que pensaron que quedaba bien con el ataúd de moradillo. No dejaron de tener criterio, pero cuanto detestaba aquel traje; y con éste viajaré a las estrellas, ¡que chiste!
Una vez organizada la víspera, o el velorio, como quieran llamarle, empezó a llegar gente. Primero los vecinos, luego algunos parientes; más tarde los compañeros de la oficina de mi mujer. No perdía ocasión ese tal Ricardo, para consolarla. Ya se sentí dueño de todo el muy patán; su ansiedad por “consolar” a mi mujer lo llevaba a cometer excesos, que Rosa trataba de minimizar con su rostro compungido. No podía verlos’ a todos los concurrentes, debido a la posición tan horizontal en la que me encontraba, pero si me fijé en los más curiosos, que se acercaban tanto, hasta clavarme la mirada en los ojos. Sentí el peso de varios ojos. ¡Que gracioso se veía mi cuñado con esos lentecitos oscuros tan pequeños! Casi me arranca una risotada. Entre las seis y las once me gradué de pieza de museo –eventual claro está–, me sentí una chullpa de esas que vi cuando era escolar; detrás de una vitrina era la atracción de todos los estudiantes. Menos mal que este escenario es temporal.
A eso de las once y media, oí un rumor extraño; varios comentarios en voz alta. Luego de unos instantes, vi frente a mí el rostro de Rita, aquel rostro tan amado, tan besado. Sus manos me acariciaron encima del vidrio de mi ventana; sentí su calor, su respiración entrecortada, y sus lágrimas copiosas caían sin parar. Nunca la vi así.
Se veía hermosamente patética. Alguien la tomó del brazo, en forma violenta, oí frases torpes e insultantes que la lastimaron; esos despiadadas brazos la sacaron de la sala y la apartaron de mí para siempre. Sentí sus pasos alejarse por la ventana que da a la calle. !Casi me muero otra vez por no poder seguirla!, por no haberla buscado durante años, por haberla despreciado sin ningún motivo. Estos instantes de suprema alegría habían abierto la brecha a un inmenso remordimiento. Su visita me turbó, y sin quererlo, me enfrentaba a un tribunal de imágenes que me reclamaban por varias decisiones absurdas que tomé; por algunos afectos y malquerencias que tuve; muchas las creí ya definitivas y enterradas, consolidadas por la lógica y el sentido común, pero ahora aparecían todos mis aciertos y desaciertos en una ronda de fantasmas. No puedo negar que me dio pánico.
Cerré simbólicamente mis ojos; la oscuridad y el silencio del territorio al que empezaba a pertenecer me recuperaron con fervor, incluso sin poca violencia. Mi mente empezaba a vaciarse.
Paso la medianoche y luego el amanecer con esporádicos rezos. Ya eran las ocho de la mañana, cuando los pocos conocidos que lograron resistir la velada anterior, empezaron a movilizarse con los preparativos inmediatos como una manera cierta de desperezarse y burlar al sueño. Se lavaron las tazas pequeñas en previsión de visitas inesperadas y se cambió el agua que estaba en un platillo blanco, a los pies de mi incómoda y forzada postura. Algo más tarde empezó a llegar la reducida comitiva que sin acuerdo previo coincidió. Se sucedieron escenas sentimentales, sinceras e incluso hasta ridículas, a tiempo de acercarse a mi féretro. Un aviso necrológico publicado en el diario de la mañana atrajo la curiosidad y el morbo de muchos. Que lástima que mi mala memoria me persiga más allá de la muerte, porque el retener los múltiples detalles de las expresiones que me presenciaron, me hubieran distraído en los momentos de ocio, que son los más, que ahora tengo.
Algo apurado y de mal humor llegó un cura, coloradote y con evidentes muestras de que sufría problemas gástricos, protestaba entre dientes el haber sido avisado recién una hora antes.
Con el aviso de que sus apuros serían debidamente compensados por un estipendio extra, se calmó y empezó a cambiarse de ropa para celebrar la misa. Su presencia en la sala redujo el rumor y las conversaciones despreocupadas de los presentes en la salita. De improviso, mis ojos se detuvieron en un rincón de la sala, a través del espejo colgado a la esquina, que me permitía la visión casi total del ambiente. Era lamentable, habían quitado de la pared, los adornos brillantes y alegres que me regaló un amigo en el viaje que hicimos al pueblo de mi abuelo: eran dos figurillas saltando y en medio del salto, se daban un beso espectacular, a tiempo de acariciarse los genitales; estaban pintadas con esos colorcillos chillones de los alfareros de pueblo, pero yo los adoraba.
Tampoco pude hallar, hasta donde llegaba mi vista, el almanaque mural que estaba a la entrada, allí cerquita a la puerta, era una frondosa y sonriente doncella que enseñaba un pato amarillo junto a sus senos casi desnudos !Que falta de respeto con los muertos! Se obvia su punto de vista, y pese a que todavía estás algunas horas más antes de irse, ya se los considera definitivamente perdidos.
Llegaron los empleados de la funeraria, con cierto retraso. Sus trajes morados con corbata azul, eran una historia aparte. El de nariz chata y cicatriz en el mentón, se acercó a mí. Sacó de su pantalón un destornillador y empezó a asegurar los tornillos del cajón. Me sentí molesto, pues más que una previsión absurda para el ingreso de bichos, lo tomé como una falta de confianza, como si me fuera a fugar en estas condiciones.
No faltaron comedidos que se prestaron para cargarme, un comedido casi produce una caída accidental del ataúd. Los fuertes brazos de mi vecino Ramón, lo evitaron. Se organizó espontáneamente una comitiva que le llevó unos metros por la calle. Luego me introdujeron al vehículo funerario; una de las ruedecillas del piso se trancó. Un empujón del chofer me lanzó caja y todo al fondo. La comitivas se distribuyó en minibuses y taxis. Se iniciaba mi último paseo por la ciudad que entrañablemente detestaba. El sol de verano reverberaba en los vidrios del vehículo; creí ver una brisa que levantaba polvo.
Los bocinazos de siempre en el tráfico fatal de las tres de la tarde. La llegada al cementerio. Tuvimos que ponernos en la fila; habían tres que esperaban el responso en la capilla. Ojalá no pase lo mismo en el paraíso, purgatorio o infierno, sino estamos servidos.
El resto fue simple: cuartel C-2, sección 5, cuartel 23, tumba 3C. El espacio había sido apresuradamente limpiado, con despreocupación y descuido, todavía se notaban restos del anterior inquilino; los mosaicos azules no habían sido quebrados del todo, y adentro todavía estaban arrinconados varios pares de floreros y latas. Luego que me metieron hasta el fondo, me taparon con una losa rústica, a la que cubrieron con una capa de yeso blanco. Una de las últimas sensaciones mundanas que sentí, fue el calor del yeso al fraguar. Había que poner mi nombre en el frontis de la tumba, mientras permanecía fresca la mezcla. Alguien se ofreció, y con un lápiz usado, empezó a escribir mi nombre y apellidos; no calculó bien el espacio y las últimas letras le quedaron algo pequeñas. Alguien le hizo notar que mi apellido estaba con una falta de ortografía; se apresuró en arreglarla lo mejor que pudo, pero no hizo sino remarcarla más. Se alejó molesto.
¡Vaya un lugar frío! este mi refugio temporal de segundo piso. pero ya no importaba, estaba lejos de toda sensación. Ya era sólo un pensamiento fugitivo, lanzado al vacío.
Icla de Yeltes, 1987
EL ATENUADOR DEL FUEGO
DESDE NIÑO todo cuanto sucede en la calle fue para mí algo inesperado e inquietante. Luego que crecí y habité en muchos lugares, esta sensación a veces fue temporalmente invadida por lo rutinario –pero afortunadamente– ese resquicio de niño curioso no me abandonó jamás. Este es uno de esos acontecimientos cotidianos que a diario vemos sin ver.
Subía lenta y tortuosa la acumulación ordenada de los adoquines que dibujaban el borde de la avenida. Como en un delirio lejano, su soledad consuetudinaria se había transformado en una compañía insistente y pertinaz. Los puestos de venta de la feria de miniaturas –a esa hora indefinida que pretende delimitar el paso de la tarde a la noche–, estaban descuidados y sus dueños somnolientos, presas del tedio, empezaban a desperezarse. Los paseantes empezaban a hacerse más notorios, y cada porción de calle abandonada comenzaba a ser poblada por un mercado eventual ocupado por todo tipo de buhoneros; todo ello despertaba el interés de los paseantes, todavía pocos.
Esa tarde, luego de la traviesa lluvia, que había dejado el suelo como un espejo esmerilado, prestaba ahora al paisaje rosáceo y naranja del crepúsculo, un ambiente fresco y encantador. Junto a la suave maldad de las nubes amarilleadas, se amordazaba un sol tenue y abigarrado. Los postes de luz despedían una luz blanca pálida totalmente ajena a todo, que pretendía absurdamente ignorar la maraña de focos amarillentos y sucios que iluminaban los puestos de la feria. Llegó sin prisa, aquel hombre de mediana estatura, entre atleta de circo y estibador. Sus ojos oscuros delimitados por gruesas y negras cejas, sostenidos por recios párpados grises, miraban ausentes los alrededores. Traía consigo una calma nerviosa y un maletín grasoso, hecho de un cuero de indescriptible color y forma, colgado del hombro izquierdo. Bajo el otro hombro traía aprisionados cuatro o cinco tubos fluorescentes.
Luego de depositar su maletín, con los tubos delimitó un territorio circular en el centro de la avenida, justo en el lugar en que la vía formaba una pequeña explanada. Mientras varios curiosos empezaban a cercarlo, el hombre empezó a extraer de su curioso maletín varios objetos: alambres, bolsas de algodón y una botella con un líquido transparente. Como si vistiera unos extraños muñecos, empezó a formar con los alambres y el algodón unos pompones alargados; los depositó en fila, encima de un pequeño cajón de cartón; luego se levantó lentamente, paseaba su mirada por el corrillo ya abundante que seguía atentamente sus movimientos. Los miraba a todos fijamente como formando con la mirada un cerco indestructible.
Con estudiada teatralidad, se despojó de su burda camisa a cuadros y dejó ver la parte superior de una malla negra; luego se despojó de sus pantalones celestes y quedó su imagen completa por unas medias a rayas blanco y negro. Como un toque maestro a su particular atuendo, se calzó unas zapatillas de bailarín. Inicio un ritual de ejercicios físicos levantando y bajando sus brazos, dejando ver los músculos de sus brazos y pecho; bajo sus manos hasta la cintura, y empezó su perorata.
Empezó anunciando un espectáculo jamás visto; el tono de su voz era cambiante, del dejo risueño pasaba a una ronca hilaridad; de la frase incisiva a una chillona onomatopeya. Sentía que realizaba un oficio, sus frases despertaban una emoción y una atracción espontánea; el corrillo había crecido y muchos transeúntes pugnaban por penetrar en ese círculo de adeptos circunstanciales. Levantó los alambres con pompones de algodón y los lanzó al aire iniciando un juego de malabares; simultáneamente hablaba en voz alta sobre el dominio del dolor y el arte de la eternidad aprendido de antiguas culturas, combinando con algunas menciones sobre sus presentaciones en importantes escenarios de varios países.
Su mirada, pese a la rutina teatral que dominaba, mostraba gran inquietud; una mueca notoria en su rostro delgado que se perdía al tocar las comisuras, temblaba a ratos, nerviosa. Su voz como empujada desde dentro, parecía ignorar por completo la garganta y otros órganos cercanos, a tiempo de exhalar su voz.
Se presentaba como un famoso faquir, de aquellos que dormían en camas de clavos, tragaban sables largos y filosos o pasaban semanas sin ingerir alimentos. Insistía con énfasis que su misión era compartir sus conocimientos filosóficos con todos los presentes; enseñaría sus secretos para que todos pudieran mejorar su existencia. No había duda, muchos depositaron fe en sus palabras.
Luego de mojar con kerosén las puntas de algodón de los alambres con el líquido de la botella ámbar; las encendió con fósforos y los alambres se tornaron en llameantes fogatas flotantes que se enlazaron en una danza generada por sus manos; la noche ya había caído plenamente y el efecto era inquietante. Las pequeñas teas eran apagadas esporádicamente en sus brazos, en su pecho y finalmente todas terminaron apagadas en su boca; se relamía como saboreando el fuego introducido. Saludó con una inclinación recibiendo un entusiasta aplauso de los espectadores.
Reinició su charla insistiendo que no cobraría nada y que todavía esperaban otros actos sorprendentes, pero que aceptaría las colaboraciones espontáneas y empezó una ronda con las manos extendidas; varias monedas empezaron a retintear en el suelo, mientras él las recogía. No pocas personas por escasez de fondos o mezquindad se deslizaron hacia la calzada. Este hecho, aunque acostumbrado en sus lides callejeras habituales, no dejó de molestarlo y su mueca característica empezó a temblar notoriamente mientras ensayaba una sonrisa amplia, convocando nuevamente al espectáculo. Sentose en el centro del círculo humano. Se sumergió en una especie de meditación premonitoria, de rodillas, apoyado en su mano izquierda; respiraba lenta y copiosamente. Levantó el rostro y fijó la mirada en alguien indeterminado del público; sin embargo, no miraba a nadie, y empezó su monólogo.
– Verán a un hombre que ha visto la sombra de Dios. Por esa gracia puedo vencer el dolor y la alegría, y transportarme más allá de los sentidos. ¡Voy a comer vidrio!–
A cada palabra enfatizaba con gestos elocuentes.
–Voy a acostarme en una cama de vidrios y tres personas van a pararse encima mío. ¡No se asusten, saldré ileso, pues el dolor ya no me llega!–
Mientras pronunciaba estas palabras, sus dedos realizaban gestos extraños; algunos de sus músculos vibraban de improviso como movidos por resortes ocultos. Aprovechó el momento de indubitable atracción para extender su platillo. Esta vez nadie se movió y varios manos habían extraído monedas y billetes de sus bolsillos, y los ofrecían al artista. Los recogía con una mirada que llenaba sus ojos oscuros de un brillo raro.
A la vista de todos quebró una pequeña botella vacía con una piedra, de cuclillas y girando lentamente, iba introduciendo trozos de vidrio en su boca. Los espectadores lo observaban azorados y mudos sólo se oía el ruido de sus muelas masticando los vidrios. El estupor crecía mezclando la admiración de algunos con el asco, el desdén e incluso, la compasión de otros; todos estaban atentos a cada uno de sus movimientos. Escupió ligeramente a un lado y como para romper el encanto momentáneo, esbozó una sonrisa.
Cogió los tubos blancos fluorescentes y dibujo con ellos una figura geométrica cabalística; levantó los brazos y empezó a quebrarlos con sus manos, reuniendo los trozos al centro. Una vez que quebró todos, aderezó los trozos como si preparara un lecho acogedor.
Escogió al azar a tres hombres y dos niños, más o menos pesados, de entre los presentes. Se depositó cuan largo era en aquel lecho de vidrios. Una exclamación espontánea invadió el lugar. El parecía indiferente y hasta complacido; invitó uno a uno a los tres hombres para que subieran sobre su vientre. Los dos niños abrazados lo hicieron juntos ubicándose en su vientre. El faquir les pidió lacónicamente que saltaran un poco sobre sí. Luego se bajaron todos.
Permaneció sin moverse por varios minutos, y cuando ya empezaron a surgir voces alarmadas al verlo inmóvil, se levantó con una agilidad sorprendente, apareciendo de pie agarrado de las manos a los niños. El aplauso fue generoso y entusiasta. Se inclinó agradeciendo al público y su espalda no mostraba ninguna herida.
Para despedirse mostró una cama de clavos y unos sables delgados y filosos ofreciendo para el día siguiente un espectáculo fantástico con ésos. La gente empezó a dispersarse y sólo quedaron algunos niños a su alrededor mientras el se vestía y recogía sus herramientas.
Al día siguiente volví confiado en la promesa; estuve divagando durante un par de horas por los alrededores, hasta que por fin, me atreví a preguntar por aquel hombre a una de las vendedoras cercanas. Me contó efusiva –a tiempo de levantar su mercadería– que lo había visto anoche comiendo pescado frito en uno de los toldos cercanos; que esa mañana, al volver a su puesto, notó con asombro como una ambulancia recogía un cuerpo inerte. Indagó lo sucedido y los enfermeros le informaron cortantes de que aquel indigente ebrio había aparecido degollado y clavado por unos extraños cuchillos largos; ahí cerca, a la vuelta de ese bar. No quise escuchar más, la señora miró extrañada y molesta, cómo me alejaba de improviso, mascullando algo que no llegué a escuchar. Se calmo haciendo con su mano un gesto circular con su dedo en su sien, mientras se dirigía a su compañera.
Me alejé rápidamente del lugar, como queriendo evitar el ser presa de un recuerdo inoportuno; incluso hoy pese a haber transcurrido tanto tiempo, evito pasar por esa calle y pensar en aquel hecho.
Catavi, 30. 01. 91
EL REVOLVER CARGADO
NUNCA ME sentí tan humillada como aquel día en que al retornar del Juzgado V de Familia, con mi sentencia de divorcio ejecutada, un poco por torturarme, un poco por apaciguar aquella lenta amargura en que me depositó este denso, largo y conflictivo proceso judicial, y otro poco también por matar los recuerdos que creí lejanos y que aún vagaban en mi mente como moscardones silenciosos detrás de las cortinas de verano.
Volví al apartamento donde vivimos juntos con mi marido. Entré en aquella habitación en la que compartí diez largos años insultos y peleas, riñas, humillaciones y escasos instantes de paz y felicidad, como un callado objeto receptor. Las cosas seguían en la misma posición en que habían quedado desde aquella noche tormentosa del diciembre pasado.
El polvo había inundado por doquier todos los rincones; sobre la mesa de noche aún permanecían sus lentes de montura gris colados en el lado izquierdo, los sobres arrugados de las pastillas que solía tomar para su acidez. Encima del cubrecama rosado con bordados de pelícanos blancos abierto por ambos flancos. Allí, junto al borde, estaba su horrible bata azul con dibujos chinescos que conocí desde la primera noche, arrugada y descosida en sus bolsillos, dejaba sentir su presencia -como un fantasma cuya presencia persistía-. Un océano de recuerdos invadió por doquier mi memoria y se unieron a él, una cadena de imágenes que al cerrar mis ojos cobraron una vitalidad alucinante que me remontaron a un tiempo cercano.
Apareció primero el paseo de eucaliptos junto a la vía del tren, donde lo vi por primera vez, con su traje plomo arrugado en la espalda y el pañuelo rojo en la solapa, los zapatos de punta, impecables, y su corbata floreada que chillaba entre su pecho. Su apariencia me causó gracia, parecía un pato altanero y rufián, un guardaespaldas o un delincuente fino y chocarrero.
Sonreí al verlo, y él interpretó aquello como una conquista hecha, y sin preguntar nada, empezó a hablarme sin parar. Lentamente su labia tejía una red ilusoria, transparente, compacta e indestructible sobre mi persona.
Era contrabandista y establecía en aquel lugar, los contactos necesarios para retirar cierta mercancía. Se presentó como Ausberto Joaquín del Río, empresario. Le seguí la corriente, ya que al hablar, aquella chabacanería de su apariencia, adquiría una especie de animación especial. Rompía todo esquema sobre las ideas que tenía sobre un galán y estaba lejos de parecerse a lo que yo imaginaba como un pretendiente; pero luego de aquella primera vez, fijaba nuestras citas y yo asistía a ellas, aún en contra de mis hábitos y todo aquello con lo que creía estar segura hasta aquel día.
Mi madre no aprobó aquella insistencia y cierta grosería inmanente que mostraba aquel individuo, que según ella, importunaba a su hija. Mi hermano se dejó cautivar por aquella charlatanería con la que describía sus planes de una fortuna a corto plazo y de la que le ofrecía formar parte. Yo quedé en medio y llegó a usurparme completamente. Le bastaba con comunicarme sus decisiones y yo con mi silencio, asentía. Vigilaba hasta mis pasos distraídos y parecía que interpretaba la intención de mis miradas. Era la última en enterarme de lo que pensaba o él había decidido que yo pensara. El asunto del matrimonio fue casi lógico, convenció a todos y no puedo negar, que la idea llegó a hacerme sentir algo cercano a lo que la gente llama dicha. Pese a su torpeza natural, era galante, cariñoso y absorbente, pero al no pensar yo en ninguna otra alternativa, me parecía comprensible.
Luego de la boda pareció abrirse para mí, un cerco cada vez más profundo. Sus celos, aquellos demonios galopantes, fueron siempre el detonante de todo conflicto; me celaba hasta con mi sombra, y sus reprimendas por motivos ficticios eran frecuentes. Pensé que era por el temor a perderme, pero luego que nos casamos crecieron desproporcionadamente y me convencí de que ese era el motivo más improbable. Simplemente me convertí en su prisionera.
Un día trajo un revolver; con él amenazaba con dispararme si yo miraba a alguien. Muchas veces estuvo a punto de hacerlo, pero afortunadamente mis ruegos lograban conmoverlo apagando la tenue llama que evitaba el incendio. Para evitar cualquier inconveniente, evitaba salir del departamento donde vivíamos, y cuando lo hacía, salía escoltado por su madre o su hermana, que tenían instrucciones precisas para detectar cualquier desvarío. Perdí a todos mis amigos e incluso a mis amigas, que interpretaban mi indiferencia como altanería o soberbia.
Pasó el tiempo, pero en lugar de disminuir aquel tormento, fue haciéndose más enfermizo; el cañón de su revolver se aproximaba con frecuencia a mi cabeza. Yo, temblaba y cerraba los ojos.
Me consideraba sobreviviente. No sé cómo, pero tomé valor aquel día decisivo. Vi asombro en su rostro cuando de mi sumisión constante, empezaron a salir palabras de defensa primero, y luego sin control alguno, el tono se alzó y la contenida paciencia, explotó. Yo misma me miraba desde adentro como a otro ser, un ser que también había existido dentro mío. Sin darme cuenta, miraba su rostro estupefacto, desarmado que no respondía a mis vociferaciones; sólo después de quince minutos en los que mi ira no dejó ningún resquicio, lo vi salir al fin de esta misma habitación, derrotado e insignificante. Al recuperar mi habitual estado de ánimo comprendí lo definitivo del hecho: aquel día había enterrado a dos seres con los que había convivido una vida larga y pesarosa.
Hoy me veo nuevamente reviviendo aquellas escenas, un tanto desordenadamente, pero ya sin dolor, quién sabe con una especie de nostalgia frente a lo pasado, con ese tono de tristeza que siempre acaba dibujando una sonrisa lateral apenas perceptible y un ligero movimiento de cabeza mientras los pasos avanzaban lentos hacia la puerta. Sin embargo, hoy recibí aquella gota que cubrió la taza de mis antiguos pesares. Al salir del cuarto, mientras doblaba el legajo de mis papeles judiciales, mis ojos se detuvieron en aquel cajón de la mesa de noche donde guardaba su revolver y al que yo temía más que al rostro del demonio.
Lo abrí lentamente mientras desajustaba el cajón, y apareció poco a poco la temida arma. La cogí con miedo instintivo, temiendo que algún disparo escapara por su cañón, empecé a escrutarla lentamente.
Sin querer había movido una pequeña palanca, al hacerlo se abrió el molinete donde se incrustaban las balas. Con pasmo descubrí que no tenía abiertos los orificios donde se colocaban las balas. Con un gesto de asco, de despecho arrojé el arma inútil contra el espejo. El ruido de los vidrios fue sordo, agudo, desagradable. Nunca podré olvidarlo.
Salí rápidamente de aquel cuarto, mientras algunas ideas se peleaban confundidas en mi cabeza: ... !jamás estuvo cargado ese revolver, aquel emblema que me espantaba...! ....!su amor fue sólo un absurdo miedo a sentirse humillado...!temía tanto a esa nada metálica que jamás sintió en su vientre el vómito de fuego de la pólvora...!!
Pasó el tiempo y ahora, más tranquila y definitivamente libre de aquella pesadilla y de aquella traición oculta, conservo en mi sala ese juguete vil del que sólo burlándome de su inutilidad y del miedo que sienten por él, a veces, algunos amigos que me visitan, consigo una venganza absurda y oculta.
Tarija, 15.02.92
LA CURVA DE LA CALLEJA
EN AQUELLA época debido a las ocupaciones que tenía, solía pasar al caer la tarde por una calleja de adoquines y aceras angostas; en una de sus ondulaciones y a desnivel, casi imperceptible, se veían dos habitaciones aparentemente unidas. El movimiento humano dentro de ellas era particular y continuo; de igual manera el sonido chillón de algún aparato vetusto que reproducía canciones de todo tipo, todas ellas marginadas de los medios habituales. Por sí misma constituía un museo de sensaciones y sentimientos auditivos.
Al principio me molestaba y hasta pasaba de acera a fin de no pasar cerca de allí, pero ese encanto extraño acabó por atraerme. Se hicieron habituales aquellos vitrales opacos que representaban una escena campestre italiana, a los que faltaban varios trozos sustituidos por vidrios y cartones burdos; ahora sólo cumplía la misión de no dejar resquicios visibles. Tras de ellos los perfiles de los parroquianos adquirían un lenguaje visual particular.
Aquella tarde había entrado sin querer, por el portal de madera tallada pintado en guindo, bajé una grada de tierra y atravesé un zaguán de unos cinco metros; allí había un poste y varios letreros irregulares, entre ellos uno que señalaba: la pensión está a la izquierda. Inmediatamente volqué mis ojos hacia la dirección que señalaba y pude reconocer por el aparato musical, el local. Caminé sin prisa y encontré la puerta: era baja y había que agacharse para entrar; tras ella había una especie de cortina hecha de una tela de tocuyo, que alguna vez debió haber sido blanca. Al entrar varias cabezas se levantaron en la penumbra para ver al advenedizo que entraba; al instante volvieron a sus libaciones. Me senté en una mesa vacía cerca a la pared del fondo.
El local era angosto y largo, sus muros irregulares; parecía que periódicamente y con cierto apuro y cortedad, se hubieran hecho ampliaciones por donde se pudo.
Al centro una arcada confirma este hecho y marca el límite de la construcción original. Habían alrededor de diez mesas con sus sillas abigarradas y desordenadas; al fondo una otra cortina anunciaba la existencia de otro ambiente: de allí salían los dependientes que atendían la taberna. El techo era alto y dejaba ver a ratos los restos de un empapelado oro y azul a rayas; dos molduras circulares ubicadas en su cielo raso combado hacían pensar que en algún tiempo prehistórico, habían existido lámparas. En el lugar de sus vigas salientes solo colgaban cables desgarbados al cabo de los cuales dos focos amarillentos hacían toda la iluminación interior. Tres espejos pretéritos y olvidados multiplicaban la luz en la estancia. Las paredes tenían un color indefinido, entre celeste y rosado; en sus irregularidades se depositaba desde quien sabe cuando, polvo, tierra, detritos de insectos y un matiz que seguramente provenía de las respiraciones constantes.
A mi lado estaba una de las ventanas que veía cuando pasaba por fuera. Se acercó a mi mesa un hombre caviloso y desconfiado, preguntando sobre lo que tomaría. –Una cerveza– dije por decir algo. Sonrió con sorna y desgano y respondió –Esas cosas no se sirven aquí, caballero– . Añadí –tráigame lo que tenga–. Sin responderme se alejó.
Mientras esperaba empecé a examinar a los parroquianos. Habían varios grupos desperdigados; me llamó la atención un grupo de tres personas en uno de los rincones bajo la arcada: eran dos mujeres todavía jóvenes y un hombre; debajo de la mesa envuelto en una manta estaba un niño dormido. La mayor de las mujeres debió tener alrededor de treinta años y parecía la madre; la otra, un poco menor, por el parecido físico parecía su hermana. Los tres conversaban entrecortadamente, hastiados de la conversación y del sopor al que estaban depositados por el alcohol ingerido; sin embargo, de rato en rato, maquinalmente, cada uno cogía su vaso y bebía a sorbos. El hombre estaba apoyado en sus codos y permanecía con la cabeza gacha.
Llegó el cantinero con una jarra pequeña, y un vaso; llenó el vaso y le dio un último repaso a la mesa con un trapo húmedo muy sucio, y se alejó.
Volteé mi cabeza a un lado, y en la mesa del fondo, fijé sin querer mi vista en aquel bebedor solitario. Estaba con la mano derecha repasando nerviosamente sus cabellos escasos. En un momento impreciso, lo vi de perfil e inmediatamente su atuendo se me hizo familiar. El me miró casi simultáneamente y pareció reconocerme, pues se quedo quieto mirándome fijamente; y esbozó una sonrisa, mientras con gestos, me llamaba para que me acercara a su mesa.
Era un conocido al que había visto varias veces en el trayecto que seguía cotidianamente. Su rostro temeroso y amable solía saludarme desde alguna puerta. Yo respondía su saludo y el hecho se hizo habitual; sin embargo, no conversamos hasta ese momento. Mientras me acercaba lo noté cabizbajo; su rostro risueño estaba oculto bajo una cara hosca y trágica. Me senté a su lado, levantó sus ojos y me acercó su vaso casi vacío a modo de invitación. No hablaba nada, yo cogí el vaso indeciso.
Algo no cabía en el ambiente; las palabras salieron forzadas. Me levanté, agradecí su invitación e intenté marcharme recorriendo la silla un poco hacia atrás; sin fuerza aunque con decisión su brazo izquierdo me detuvo y lentamente recobre mi posición. Pidió comprensión por los momentos anteriores y recuperando el rostro que yo conocía, empezó a hablar con amabilidad. Había sido un gran conversador, bromista, e incluso grosero cuando hacía alusiones sobre sus probables conquistas. Era un donjuán pregonero. Ahora no paraba de hablar, empezaba a narrarme sus aventuras con exagerados detalles. De otras mesas gente que lo conocía, reía de sus ocurrencias y levantaba sus vasos.
–Esta noche no la olvidaré jamás–, dijo con solemnidad, y empezó a hablar despacio y en voz baja acercando su frente sudorosa hacia la mía. El licor caliente empezó a hacer sentir sus efectos en mi organismo, escuchaba fragmentos de su perorata, babeante, confusa, en la que mencionaba frases incoherentes mientras bufaba la humareda de su cigarro. Lentamente el sopor me fue envolviendo y solo recuerdo, un airecito frío y un golpe en la pierna. Levanté la cabeza del nido de mis brazos y vi el rostro entre amable y autoritario de la mujer del dueño del local, que esgrimía una escoba.
Era de mañana, a eso de las seis. Al levantarme, me pareció alzar el peso de muchas noches, mis brazos me hicieron el camino al salir al oscuro zaguán. Al fondo la visión luminosa de la calle me hirió la vista. Parado en el vano, procuraba despertar un poco más; instintivamente palpé los bolsillos de mi saco; al hacerlo solo sentí mis costillas y una honda depresión se adentró en mi humanidad deteriorada.
Ya en la calle, encandilado por la luz matutina que se reflejaba en los adoquines opacos; me senté en un puesto vacíos de madera - de aquellos en los que venden polleras, junto a los tambos. Una de las vendedoras me echó agua, juzgando por mi aspecto. Yo no sentía nada sino como algo lejano y perteneciente al pasado; sin embargo, la intermitencia que goteaba en mi cabeza me arrojaba a la realidad.
Palpé mi pecho y no sentí mi cartera ni mi llavero; en mi bolsillo solo estaba arrugado mi pañuelo. Repentinamente oí esporádicamente la voz de mi eventual compañero, di la vuelta y solo hallé un vendedor de agujas. Copacabana, 23.98.89
LA HISTORIA DE TOMAS
Todos eran chismes y rumores inventados por aquellos vecinos que nunca vieron con buenos ojos el hecho de yo sea un hombre huraño y solitario, que respondía apenas, aquellos saludos interesados que me hacían los primeros días, en los que me instalé en la última habitación al final del corredor, en el tercer piso, justo junto a la de otro personaje que tampoco les era grato tratar: el viejo Tomás.
Tomás era un anciano alcohólico, cojo del pie derecho, de una edad indefinible entre los cincuenta y los ochenta años. Tenía un acento extraño; su voz ronca que salía entre sus escasos dientes producía un extraño silbido al pasar por la abundante cortina de su barba gris. Solía dormir todo el día, justo hasta el momento en que tocaba la sirena de la fábrica cercana ; alrededor de las seis de la tarde. A esa hora salía apresurado y llevando un bulto irreconocible bajo su abrigo. Con una mirada gacha y huidiza, se perdía tras el portón hacia la calle. Al amanecer volvía completamente ebrio, la ropa desordenada y un extraño júbilo oculto bajo el esfuerzo que le costaba subir las escaleras. A veces, sujeto a la fluctuante baranda, lanzaba un pregón constante desafiando a un adversario imaginario. Estos arrebatos producían malestar entre los vecinos; algunos de éstos, creyendo vengarse, propagando rumores que afirmaban que no eran sino remordimientos de un crimen que cometiera años atrás.
Aquella tarde de junio, el acostumbrado discurso que lanzará Tomás, tuvo un eco inesperado. Un extraño se le acercó furibundo.
–Eso si que no te lo aguanto, estúpido– le dijo, mientras alzaba una piedra del suelo. El golpe fue certero; le llegó justo en la sien izquierda, cayó como un fardo. Todo ocurrió tan rápido, que los espectadores no alcanzaron a comprender lo ocurrido; pensaron que se cayó de borracho, y solo un comentario peyorativo los dejó volver a sus actividades.
Al cabo de unos minutos, un perro se detuvo junto al caído, lo olió y luego de mover la cola, orinó sobre su rostro. Varios rieron al ver aquello, pero cuando se acercó uno de ellos, pudo ver que los ojos abiertos del hombre, no se movían, y su expresión de burla pasó a ser de estupor. –¡Esta muerto– dijo, y otros curiosos se acercaron. Dieron la vuelta al cuerpo yacente y pudieron ver que salía de su mugrosa chamarra, un bulto, una especie de bola grande hecha de papeles sucios. Un niño grito asombrado: –!Está hecha de billetes!– Restaron toda importancia al Tomás. Uno de los curiosos, arrebato el paquete al niño, tratando de extraer del bollo seco, algunos de los billetes de corte mayor que estaban pegados entre sí. Vino otro queriendo hacer lo mismo, y al final acabó en una trifulca de todos los presentes. Al final, el comisario se llevó los restos del bollo mugriento y ensangrentado, dejándolo al cuidado de su ayudante, quien esperaba el carro que recogería el cadáver del infortunado Tomás.
En medio de la confusión, sin que nadie se diera cuenta, Tomás se levantó lentamente, agarrándose la cabeza con su mano; apenas se dio cuenta de la pérdida de su bulto, miró entorno y alcanzo a verlo en manos del ayudante del comisario, se lo quitó por detrás, y se perdió en el callejón cercano. Nadie alcanzó a hacer nada; creían que era un muerto vivo, un alma en pena o un aparecido. Cuando la serenidad volvió a los presentes, ya era tarde, Tomás había desaparecido. Nadie más supo de él desde entonces.
Yo me trasladé, unas semanas después, ya que sin quererlo, me habían hecho cómplice de la desaparición de Tomás, y de su montón de plata, solo por el hecho de haber conversado algunas veces, antes de todo lo sucedido. Ya me cansaron las visitas impertinentes del comisario y sus veladas amenazas. Yo también desaparecí un día sábado. Esto aumentó los rumores, las envidias y las frustraciones de los vecinos. Algún tiempo después corrieron rumores sobre su tesoro escondido y su origen. Todas paparruchas, nada lo suficientemente fantasioso como para ser realidad.
EL MERCADO DE VIEJO
AL CAER la tarde la zona tiene una poesía calcinante, su drama está determinado como el de una escenografía chillona. Las aceras y la calzada están colmadas por muchos vendedores y pocos compradores, de curiosos solitarios que se acercan allí para conversar, de rostros nerviosos, de ansiedades y angustias que acaban con frecuencia en los muchos bares cercanos. Si abunda la desazón el gran número de gente; ésta impide ver cara a cara al demonio de la miseria. La noche es un conjunto armónico donde el rumor es la constante, donde cada grupo pregona quedo sus transacciones. Se podría ver aquí gente de toda clase que viene en busca de su cuota de insatisfacción y las pagan como lo harían frente a un avaro u oportunista, o como movidos por un hilo invisible que los mueve. Pero ¿se puede uno imaginar cuál será la inquietud de un hombre que se despoja de la única prenda que cubre su torso para venderla por unos centavos?
La historia es esta: a principio de la semana pasada, un hombre se deslizó por el Mercado Viejo cuando empezaba a llenarse, a eso de las seis, conforme a la costumbre que se impone. Sin pensarlo, se mezcló entre la muchedumbre que inundaba la acera izquierda.
–Joven, ¿tiene algo para vender? – dijo con voz quebrada y ronca un hombre moreno, agazapado en una puerta, escondido levemente por la sombra del poste cercano, y que se acercó descubriendo un rostro que parecía tallado en una madera dura. El hombre sonrió y al darse cuenta que se encontraba frente a uno de los conocidos revendedores, que pagan lo mínimo en espera de una buena comisión, giró el rostro a un lado y lentamente empezó a subir la calle.
Sus pasos resbalaban en los adoquines de piedra. El temor de caer lo detuvo y se ubicó en una de las desordenadas filas de ofertantes, caló su gorra a un lado y mostrando su mercadería empezó a respirar más lento.
De entre la creciente multitud, quienes primero se apercibieron de él fueron dos viejos indios de cabeza rapada.
Estaban apoyados callados el uno junto al otro: sus impenetrables rostros curtidos por el sol y el frío, como cueros secos, revelaban espíritus llenos de resignación, corazones que habían perdido la esperanza, que despreciarían un tesoro por lo inoportuno y tardío de su aparición. Una joven valluna de cabellos largos castaños y tez blanquecina mostraba impasible varias prendas en su brazo izquierdo y parecía estar segura de oír una buena oferta alguna vez: “Vente conmigo” o,” Séte mía”. Aquella cabeza campesina respiraba frescura y paz. Cinco o seis jovenzuelos, de pie alrededor de un vendedor de cassettes, esperaban que el ambiente se anime, que la gente se distraiga, que puedan rodear a algún incauto para vaciarlo por completo. Un hombrecillo, bajo, y cargado de estrafalarios aderezos, ofrecía un encendedor en una mano, y en la otra la mitad de una moneda de plata antigua.
No cabía ninguna esperanza en Samuel Chambi, nuestro hombre. Aún en caso de vender su viejo saco, apenas le alcanzaría para un pasaje en camión, tal vez en el que parte a eso de las diez, pero ¿que hacer al llegar? ¿ Cómo enfrentaría a sus familiares? Aquel hombre fogoso y despectivo que salió hace dos años, sin mirar siquiera hacia atrás a las manos que se movían despidiéndole; ahora con un rictus marcado, abatido, sin ser dueño ni de su propia vestimenta.
Alguien jalaba de la prenda. –¿Que te pasa? no me quieres mostrar, o no es para vender?– Automáticamente la soltó. Al contemplar el indiferente rostro que manoseaba su único patrimonio, sólo atinó a decir con tímida desesperación: –¡Dame veinte! ....está todavía nuevo. La mano se apresuró a devolverle el paletó sin responder nada. Otro se acercó más luego, y luego de mirarlo con el rabillo del ojo, comentó socarronamente: – Por el trago compañero, hasta el apellido se pierde, ¿no?–. Su reacción fue defensiva y brusca.
–¡No lo vendo, no me molestes!, respondió con rabia.
El otro se retiró moviendo la cabeza y riendo para sí mientras peinaba con sus dedos su jopo grasiento.
Fueron muchos los curiosos, varios los impertinentes y casi ningún interesado. El tiempo avanzaba. Para llegar al lugar del que partían los camiones a su provincia, debería irse como máximo en media hora. El trayecto era largo y debía hacerlo a pie. El viento frío le caló profundamente.
El rumor de la gente que lo rodeaba y la bulla intermitente de las disqueras y pregones cercanos fue alejándose lentamente de sus oídos. Le daba vueltas la cabeza, soltó el saco y lanzó una especie de gruñido a tiempo que caía hacia atrás. Allí en el suelo el vendedor apenas pudo esquivar al hombre que cayó de plano sobre su mercadería. La multitud volcó su atención al miserable, quien por espacio de unos instantes todavía se movía. Varios hilos de sangre aparecieron de los bordes de su espalda hacia el borde de la acera.
Había caído sobre un rastrillo y unas herramientas de carpintería; varias de éstas se habían incrustado en su espalda. Instantes antes de expirar. Samuel, invadido por el sopor extraño que precedía a la muerte, pensó; sin quererlo, había encontrado la forma más segura y directa de llegar al lugar donde su madre, allá lejos, entre las colinas rojas y el río transparente, se velaba; esa idea fugitiva y postrera dio a su rostro una expresión de paz.
Empezaron a taparlo con periódicos sucios, cada uno daba su versión al hecho. Alguien llamó a la policía; cuando llegaron todos voltearon y continuaron con sus ocupaciones, reacios a todo requerimiento policial. Mientras cargaban al hombre en una camioneta uno de los uniformados notó el bulto que tenía cogido el cadáver en su mano derecha; intentó quitárselo, pero no le fue posible. Molesto, empujó con violencia el cuerpo con su pie hasta el fondo de la carrocería.
Th`anta Kh`atu, 24.03.91
EL TAPADO
LA BARRETA se hundía más en el grueso muro de adobe mientras el polvo que levantaba esta acción, le daba al ambiente oscurecido, una extraña claridad gris que caía lenta y pesada, sobre todo cuanto se levantaba por encima del suelo. Cada golpe en la pared era el eco de una ansiedad que oculta bajo el pecho de cada uno de los presentes, parecía resonar.
–Parece que hay algo hueco...– dijo como para sí, el hombre que golpeteaba el muro. En ese instante, a aquel trajinar del movimiento cardíaco se añadió otro sentimiento afín: el miedo. Mientras reconstruía con sus ojos ya acostumbrados a esa semioscuridad, aquellos recuerdos que habían materializado esta extraña aventura. Doña María, amoblaba mentalmente el desnudo y descascarado muro: allí se acomodaba la mesa larga sobre la que se puso el pequeño oratorio del Corazón de Jesús, –Sí , todavía recuerdo el mantelito blanco bordado que me tocaba poner los viernes, ¡era allí, allí mismo!- dijo, como hablando consigo misma. –El marco dorado de la imagen llegaba hasta ahí, justo a la altura de esa delgada veta de cal– añadió. El sitio había sido escogido con precisión, aunque las dimensiones exactas del marco vagaban en su memoria sin encontrar cifras fijas. La barreta seguía penetrando, seca, acompasada, guiada por el obrero. No habían vuelto a hacer ningún comentario y los minutos pasaban lentos y densos.
Hace quince días había empezado todo, cuando pasó por aquella calleja donde había vivido por varios años hacía tanto tiempo. Apenas vio el umbral no pudo evitar el empuñar la aldaba de aquel portón. La puerta se abrió un poco más y vio al fondo del patio, el que fuera su cuarto, aquella habitación que anhelaba ver, pero que en el fondo temía ver. Muchas y disímiles sensaciones se agolparon en ella. Dio unos pasos en el zaguán y de repente alcanzó a divisar en aquel espacio oscuro aquella luz. Esa lumbre opaca y poco brillante que emergía del muro, la misma de sus pesadillas infantiles. Dio media vuelta y salió apresurada. Se detuvo al cabo de unos cien metros, tornó la mirada por unos segundos y dobló finalmente la esquina. Desde ese día se le hicieron pesadas las noches y cortos los días.
Se enteró que aquel caserón de su infancia y juventud había sido adquirido por un hombre extraño y carismático; se encontraba deshabitado y en proceso de restauración, con el fin de ser convertido en un museo. Supo su nombre y lo aprendió de memoria: Santiago Scorpelli. El azar había fabricado una cadena de coincidencias. No le fue difícil hallarlo y entablar una conversación con él; se ofreció como una eventual y amable asesora histórica de aquella casona y del barrio. En poco tiempo logró crearle un ambiente imaginario de los antiguos vecinos, sus afectos y rivalidades; de cómo solían organizarse en los patios algunas fiestas tradicionales, de las pilas y retretes comunes y sus monopolios. Las leyendas que otorgaban a la cruz de madera que emergía del ajimez del segundo piso. Una de éstas, la más conocida, era como la cruz verde cayó a las patas del caballo de uno de los corregidores déspotas que existía durante la colonia. Éste tenía encerrados sin comida a unos aguateros desde hacia una semana; se dice que el caballo se encabritó de tal manera que el hombre cayó estrellándose contra las piedras de la vía. Se decía que fue un castigo por las múltiples injusticias que cometió. Aquella cruz se consideraba el sino protector de los habitantes, y desde entonces la casona fue conocida como “la casa de la cruz”.
Su conversación era amena y no tardó en ganar su confianza. Al cabo de unos días, la señora tenía acceso libre a la casona. Fue ese sábado por la mañana en que le pidió a don Santiago, que asistiera por la tarde a ver algo especial . Esta invitación no dejó de extrañarlo y asistió puntual. La voz de la señora tenía esta vez un acento serio, no hacía las bromas y picardías de otras veces. Esta vez narraba su propia historia y al momento de tocar la existencia de “un tapado” en la que fuera su habitación, un ambiente denso se creó entre los presentes.
–Es posible - afirmó Don Santiago. –Supe de algo, pero no sabía el lugar ; ¡maestro Victor! , llamó a uno de los albañiles. –Vamos a hacer un trabajo especial, traiga su barreta y un pico..! El hombre volvió en cinco minutos con las herramientas. Todos entraron en la habitación. Dos de las ventanas había sido tapiadas y uno de los marcos estaba en un rincón. Los muros eran muy gruesos, fácilmente llegaban a un metro. –Si hay algo haremos una división justa– afirmó don Santiago. El obrero empezó a hacer un hueco en el lugar donde le indicaron. Doña María estaba pálida; parecía haber encarnado a su propio fantasma.
Pasaron largas horas. Todos estaban ya agotados y molestos por el polvo que invadía la habitación formando una neblina densa y amarilla. Al borde del tedio y la decepción, el obrero, agobiado por el esfuerzo y con los ojos irritados, grito: – Hay algo, algo metálico, oigan, oigan– y seguía metiendo la barreta con ahínco, hasta que cayó al suelo un bulto ovoide, muy pesado, levantando una polvareda densa. Doña María levanto con esfuerzo el bulto y se dirigió apurada hacia la puerta; Don Santiago y el obrero la siguieron.
Con un pañuelo fue limpiando el bulto, poco a poco apareció un casco español, de aquellos como trozo de zapallo. Le levantó la visera oxidada y aparecieron las orbitas oscuras de una calavera. Asustada dejó caer el casco, y de la parte inferior, salieron unos pequeños discos metálicos. Santiago levantó uno de éstos y exclamó: –¡son monedas, monedas de oro!–. El cráneo estaba repleto de monedas antiguas.
EL HECHICERO
MUCHOS IMAGINÁBAMOS entre juegos y maldades infantiles, cómo sería el hábitat de un hechicero o una bruja, maestros en las artes del encantamiento y los filtros para transformar la naturaleza de aquellos a quiénes iban dirigidos. Insistíamos en que debía tratarse de un ambiente oscuro y tenebroso, alumbrado por las llamas de un hogar intenso, en medio de alacenas llenas de recipientes diversos en forma, color y contenido y allí al fondo, en el rincón más misterioso sentado en un mueble múltiple, se hallaría ubicado el nigromante. Preparando pócimas extrañas y cabalísticas, ante cuyas mezclas se unían mediante conjuros y frases mágicas, los elementos excepcionales. Lo imaginábamos con un rostro altivo y horroroso, como un extraño diosecillo, dueño de muchas vidas a las que podía favorecernos o hacernos presa de terribles maldiciones.
Era una imagen sumamente fantasiosa, producto de lecturas y consejas, añadidas de algún ingrediente cuya dosis de morbosidad y maldad, predisponía contra todo ser extraño y solitario, pero así nos lo figuramos y entre los niños llegó a ser un prototipo peligroso. Hasta que luego de varios años, llegué a conocer un verdadero brujo. Fue una experiencia inesperada y luminosa.
Era una tarde calurosa y rosada, de aquellos veranos polvorientos asaltados por lluvias cortas y dulzonas. Salí de casa cumpliendo un encargo de mi madre para entregar un anafe de bronce al herrero que habitaba a dos cuadras de mi casa, en el segundo patio de un caserón gris de paredes que alguna vez fueron amarillas. Conocía el lugar, pues varias veces entré en éste, acompañando a mi madre o a mi hermano. Me era familiar el calor pesado y acogedor de la fragua, y el rostro carnoso y riente del herrero que tenía su taller a la derecha del arco principal de la entrada.
Esta vez llegué un tanto agitado para cumplir con el encargo que me dieron; pero sólo hallé la media reja cerrada, la fragua con fuego escaso y el mandil de cuero colgado más allá de la silla al fondo. Me senté a esperarlo junto a la puerta, un tanto contrariado, pues tenía otros planes para los minutos siguientes con los rapaces del callejón. Mientras miraba al suelo, distraído fui levantando la mirada y me fijé en una habitación maltrecha ubicada entre la baranda del segundo piso y el promontorio de tierra al fondo del patio.
Por curiosidad empecé a caminar por sus alrededores; quién estaba adentro había advertido todos mis movimientos. Inesperadamente abrió la puerta, me asusté y traté de alejarme del sitio, pero una voz amable me llamó por mi nombre. La duda no duró ni un instante y me acerqué a esa habitación como atraído por una fuerza sobrenatural.
Una vez en su interior, me pareció la completa negación de su aspecto externo, tenía muebles viejos muy bien cuidados y confortables, una cama de metal fundido con un brillo tenue, muchos objetos extraños como relojes o botes de vidrio, libros por todo lado –incluso debajo de la cama o junto a la cómoda–.
La habitación tenía una sola ventana pequeña que daba al patio y estaba iluminada, pese a ser de día, con una lámpara de alcohol con cubierta de vidrio, como aquellas antiguas usadas por los mineros. Mi vista divagaba acelerada por muchos detalles, cuando oí nuevamente su voz: “¿Vienes a visitar al hechicero Ulises?”, me dijo. Inmediatamente recordé ese nombre que mis amigos repetían con tono de amenaza: “ ..si no me prestas tu trompo, le aviso al hechicero Ulises para que te convierta en ratón..” o “...Ulises, el malvado brujo, maldijo a fulano, por eso está enfermo...”. Quise escapar al rememorar aquellas frases, pero al darme cuenta que estaba dentro la vivienda de ese hechicero, comprendí que ya no había remedio.
“Entiendo que te asustes de lo que no conoces, son las trampas de la imaginación, pero espera a conocerme para que puedas imaginar mejor.” dijo pausadamente. Eso me tranquilizó y volví a sentarme. Pese a lo estrafalario de la vivienda, nada hacía pensar en un territorio de la maldad o la brujería; al contrario los pequeños detalles como las mariposas fosforescentes o los extraños collares de piedra tallada colgados en las paredes, entre estampas de sitios y épocas lejanos, pequeñas máscaras multicolores, entre muchas cosas, daban un encanto a aquella vivienda. Su sillón acolchado y su abrigo intemporal le daban un aspecto de rey de algún país encantado.
Comenzamos a conversar, y empezó hablando de mí con sumo detalle; conocía quién era mi padre y cómo había muerto, habló de mis abuelos, su comercio y sus familiares. Al preguntarle como era que conocía todo aquello, con voz grave, pausada, empezó a contarme: “Cuando regresé de tierras lejanas, mi padre era propietario de esta casona y de la del lado, tenía un negocio floreciente en la Evaristo Valle de importación de especias y telas de Oriente; había completado su sueño de graduarme, pero no lo hice en Medicina como quería, sino en Química, y no quería ser boticario sino poeta. Todo ello coincidió con el desamor de mi madre hacia él y la quiebra de su negocio al naufragar un barco cerca al puerto de Antofagasta, trayendo una descomunal cantidad de mercadería para fin de año y el carnaval. En él había invertido todo su capital y no pocos préstamos. Todo fue uno y mi padre se suicidó; su último confidente fue tu abuelo”.
“Una amistad sin tiempo ni requiebros había unido a los dos comerciantes, su hijo menor, tu padre, niño, fue como mi hermano por quince años. Yo fui quien le cedió aquellos bicromatos que bebió junto a un brindis fatal, mientras fanfarroneaba en un bar. El destino de aquellos químicos era otro, pero el azar empujó a la equivocación. Mientras lo oía, reconstruía mi pasado y mi presente, y me sentía presa de sus palabras.
“Yo me refugié en este miserable recinto al que no quisieron llegar los acreedores de mi padre, apoderándose de todo lo valioso, según ellos. Me tomaron por loco y luego los inquilinos del caserón añadieron a mi soledad, los calificativos de brujo y maligno, porque en mi oficio de alquimista preparaba polvos para limpiar metales y algunas mezclas que aligeraban el dolor de los pobres. Mi verdadera magia la llevo en estos papeles, dijo, mostrándome los que guardaba en un arcón negro y cacaseno. Allí desentraño el pasado y el futuro de muchos que existieron o que jamás pisaron la tierra, de los que apenas respiran. A partir de ahora formas parte de mi mundo y aunque quieras no podrás olvidarte de la verdad entrañable de las cosas”.
Poco rato después, me despedí del hechicero. Cargaba el anafe sobre mi hombro derecho. Habían transcurrido dos horas, el herrero había vuelto, trabajado y luego, cerrado su herrería. El patio apenas alumbrado con un precario foco amarillo, impotente frente a la penumbra que lo invadía todo. Me dirigí al zaguán y de allí al otro patio hasta salir de la casa.
La acera empedrada pareció acariciarme con sus piedras, de pronto tenía la certeza de que la magia había entrado en mi vida y ya nunca sería aquel que nunca fui antes de ingresar donde el hechicero.
EL RAYO
ESTOY SENTADO en mi sofá cerca a la ventana cuya vista, atenuada por el visillo, me permite ver la calle desierta, húmeda y fresca. Esporádicamente aparecen los resplandores de los rayos que anticipan el retumbar de los truenos que suenan cercanos. Apoyo mi cabeza en mi mano izquierda, y sin dejar de mirar afuera, se alojan en mí, las mismas imágenes de siempre. Aquellas que aparecen cuando llueve como hoy, torrencialmente, con rayos y centellas, con un cielo convulsionado y espeso, que quiere arrojarse cobre la tierra. Mi memoria vuela junto con mi imaginación, sin siquiera permitírselo; se encaja en aquellas imágenes, proyecta sus bordes. Y como en un cinematógrafo, vuelvo a ver aquel camino, aquel bosque y en un claro, esa figura zigzagueante y empapada que fui, hace veinte años, en ese mismo lugar.
El mismo escalofrío inicial, aquel calor súbito y luego el silencio cargado de ruidos. Sí, hace años un atardecer como hoy, caminaba despreocupado por un sendero ancho; estaba a media hora de donde habían acampado mis amigos. Me había alejado como acostumbraba, por el primer camino que encontraba; luego de media hora de caminar sin rumbo, creyendo retornar por aquel sendero gris emprendí el regreso. Al cabo, el cielo oscureció y sentí en el resplandor lejano del primer rayo, el eco retumbante de un trueno. Apresuré el paso, luego empecé a correr, sentía angustia y una demente soledad. La oscuridad y sus esporádicas luces añadían terror a mi alocada carrera.
En mi confusión choqué con un árbol golpeándome con fuerza la cabeza; a tiempo de caer por el impacto; poco antes de caer inconsciente, sentí un gran resplandor y un fuerte impacto. El rugido de luz me hizo saltar varios metros de allí y así quedé, no sé por cuanto tiempo. Había caído un rayo en el árbol cercano; éste había quedado reducido a cenizas. Yo yacía más allá, empapado y aterrorizado en una semiinconsciencia; pero, esos instantes llenos de lucidez, energía y gran impacto, se anidaron en mí, y azuzaron mi alma, haciéndose vivos cada vez que mi memoria instantánea- mente asocia los elementos y reconstruye el hecho.
Sólo estuve inconsciente unas horas, mis compañeros me hallaron luego de buscarme asustados; habían visto todo y su versión era fantástica, añadida por detalles creo yo, más por el pánico que por la realidad que seguramente sintieron. Cuando volvimos, causamos alarma en nuestras familias ya que, según todos ellos, habíamos vivido una fuerte impresión. Luego de tantos años de vivir con ese recuerdo, de haberlo satanizado, de haberlo hecho anécdota, de reír incluso sobre lo acontecido, no puedo, cuando estoy a solas como ahora de sentir ya no miedo, sino aquella extraña energía fugaz que me invade con la duración de un rayo.
01.05.95
LA SOMBRA
AQUELLO QUE me preocupaba desde hacía casi tres días, empezó a aclararse hoy por la mañana. Estaba casi seguro de reconocer el brillo de los ojos que despedía esa mirada. La región de mi memoria donde encontré esa certeza, se basaba casi en un presentimiento; era la sensación que había hallado sin querer, la misma sensación que había comenzado a preocuparme desde el jueves por la noche.
Había descendido del taxi que me llevara a casa. Me dejó dos cuadras antes. Tal vez la tibia y plácida oscuridad que había percibido en la calle, me intranquilizaba ¿o era un presentimiento? no sé. El hecho es que empecé a subir aquella cuadra, y en la esquina a tiempo de tomar la calle de la derecha, me detuve unos segundos, vi si se acercaban movilidades para cruzar al frente; no vi ninguna y con paso calmo atravesé la calzada. Iba a subir a la acera cuando como a unos cincuenta metros un auto encendió sus luces; ese deslumbramiento congeló por instantes mi percepción visual.
Fue ese el momento en el que apareció casi frente a mí un figura, una sombra, algo así. Posiblemente activado por el deslumbramiento. Esta extraña figura dejó ver su rostro, entornando ligeramente sus ojos y volteando hacia un lado, justo en el momento en que yo trataba de verlo, luego volteó y desapareció por la calle. Yo quedé parado, algo atontado por el pequeño incidente pero petrificado por aquella mirada, por aquel rostro trivial, cotidiano, con el que de modo tan extraño me crucé.
Ya repuesto avance varios pasos, me detuve y volteé hacia atrás: no había nadie, excepto los carros que pasaban frecuentemente y los niños jugando con un perro en la cuadra siguiente. Volví a caminar y llegué a la casa de cuatro pisos donde vivía. A tiempo de sacar la llave miré nuevamente de soslayo hacia aquella esquina donde había acontecido el hecho. No había de que preocuparse, no tenía nada especial.
Entre a mi departamento, subí una a una las gradas; cabizbajo, a cada paso, a cada grada se reconstruía la imagen: era un rostro flaco, despeinado con la mirada extraviada. Debió ser un alcohólico, de los que frecuentan algunos locales cercanos, sus cabellos oscuros que caían como una leve cortina sobre su frente daban a su rostro un gesto que se prolongaba con el gesto que hizo a tiempo de escupir. No recuerdo nada de su nariz o si tenía alguna marca en la cara; una barba rala hacía impreciso su mentón. De todos modos me era lejanamente familiar.
Cada día veo seres similares, pero esta vez, los elementos comunes se habían reunido en una extraña coincidencia que me inquietaba. Luego de ver una película aburrida en la televisión, me quedé dormido como siempre, con la luz encendida. El ruido del televisor, ya sin señal, me despertó por unos instantes, pero luego volví a mi sueño profundo.
A la mañana siguiente no recordaba nada. Luego de bañarme y vestirme, tomé un desayuno a las carreras: estaba retrasado. Nada ocurrió hasta la tarde, mientras movía el azúcar de mi café, volvió a aparecer aquel rostro, moviéndose en las onduladas formas del café. Me quedé mirando fijamente la taza, y cuando el líquido se aquietó, no había nada, sólo mis ojos sobresaltados y las sonrisas burlonas a mi alrededor.
A partir de ese momento y en diferentes circunstancias, la sensación y la imagen, o a veces por separado, volvían a trazar en mi cada vez más caóticamente, una zaga de impresiones. Parecía un extraño mapa que trazaba un itinerario cuyo inicio y final era aquella mirada deslumbrada por la luz de un automóvil en una esquina vulgar. ¿Qué era aquello que me inquietaba? Hice en mi memoria muchas combinaciones; encontré parecido con muchos rostros conocidos. Sin embargo la suma de pistas no me daba resultado alguno.
Visité a un amigo pintor y juntos hicimos un retrato imaginario, cambiando rasgos muchas veces. La gran habilidad y paciencia de este amigo permitió recrear una sombra aproximada, que contenía una referencia de aquella impresión que deambulaba en mi cerebro. Tenía ya una pauta real, pero tampoco esto me ayudaba mucho.
Me preocupaba de modo intenso y entrañable. ¿Que era aquello? Esta mañana, sin darme cuenta estaba ojeando un periódico, y en mi distracción mis ojos miraban sin ver, la crónica roja. En una de las fotografías mostraba la reconstrucción de un crimen. Casi inmediatamente me vino la idea de reconstruir el hecho que tanto me preocupaba. Cavilé largo rato anotando los detalles que recordaba: la hora - 21.30, el lugar -justo en la puerta trasera de la fábrica-, el traje con el que estaba, incluso lo que había comido ese día, y decidí reconstruir mi tibia pesadilla, esta noche. Me sentía temeroso y pedí a mi amigo pintor que me acompañara, aunque sea de lejos.
Durante esta noche no sucedió nada especial, excepto la pelea de dos ebrios que salían del bar cercano. Decidimos repetir la experiencia, así pasó durante tres noches. La última casi fue una anécdota; mi amigo ya empezó a bromear con el hecho, y mientras aludía a varias posibilidades sobre el origen de mi “sombra” - como él la llamaba - Yo le seguía las ironías todavía con un hálito interior que no lo expresé, comprenderán ustedes por qué.
La última noche repetimos la experiencia. Al atravesar yo la calzada como estaba prefijado; poco antes de llegar a la acera opuesta, mi amigo inesperadamente me llamó. Yo revolví y mientras el atravesaba apresurado, un pequeño bus venía por el lado contrario con las luces encendidas. Apenas alcanzó a saltar, embistiéndolo de lado. Dando dos tumbos, su cuerpo se detuvo frente a una puerta entreabierta. El conductor del bus, bajo de su movilidad, asustado. Juntos tratamos de reanimarlo; al fin reaccionó. Varios curiosos se aproximaron.
–No pasa nada– dijo. De pronto empezó a reír convulsivamente, y mientras señalaba algo, añadió: - ¡Ahí, ahí está tu sombra! Miré a un lado, y por entre la puerta entreabierta, pude ver una extraña imagen que reproducía cuanto estábamos viviendo. Se trataba de tres espejos colocados de lado ubicados frente a otros tres de en frente y uno lateral; casualmente por la multiplicidad de imágenes, devolvían a quién, ubicado a pocos metros de la puerta entreabierta de la peluquería, una imagen especial.
Era mi propia imagen deformaba por los espejos que por lo fugaz del hecho, me habían impresionado tanto. Mi amigo que no dejaba de reír, se sentó en la grada y recibió el vaso de agua que le alcanzaba una señora, mientras entornaba la puerta. –Estoy bien, vámonos– me dijo. Lo abracé para ayudarlo a caminar, un poco cojeando, pero de buen humor, nos alejamos rumbo a mi departamento.
07.04.95
MONOLOGO CELULAR
CUANDO LO tuve entre mis manos la primera vez, me sentía como un niño que recibía un juguete nuevo; pero no era esa la sensación exacta. No era un artefacto para animar mi alegría sino un instrumento de adicción que me sujetaba más a ese mundo al que me costaba aceptar como una pertenencia absoluta. Era un teléfono celular que emergía de un elegante estuche portátil; tenía múltiples botones y una diminuta pantalla.
El promotor de la telefónica insistió en explicarme sus virtudes y amplias posibilidades; escuché durante aproximadamente quince minutos, la explicación sobre el uso y sus posibilidades. Me hablaba con claridad aunque con prisa, como midiendo el tiempo en que asimilaba sus instrucciones. Puse cara de tonto y distribuía mi atención entre el aparato y el brillo extraño de la corbata del conspicuo instructor. Mientras gesticulaba al acentuar alguna instrucción importante a cumplir, mi atención estaba aún divagando en la antepenúltima explicación. En síntesis solo logré asimilar el encendido y el apagado y cómo recibir y enviar llamadas. No llegué a enterarme sobre el uso de su pantalla alfanumérica, su extensión de memoria y las órdenes que reservaba para codificar contactos específicos y ocultos, que decía utilizarse en ciertas transacciones.
Concluyó su explicación como quien termina un almuerzo reglamentario, fugaz y económico; acotó que cualquier duda sobre el uso del inofensivo aparatito, podía disiparla leyendo el pequeño manual ilustrado que aparecía en el fondo de su caja. Se despidió amablemente y se marchó con una amable sonrisa que se diluyó apenas la puerta de mi oficina, se cerró dejándole apenas unos minutos para llegar a otra cita con otro cliente.
Quedé a solas con aquel aparatejo que iba a ser desde ese día, y mientras pagara su tarifa, mi compañero inseparable, mi contacto directo y desinteresado con el mundo; es decir con mi mundo de ahora. Hoy estrenaba escritorio y celular. Al quedarme solo, protegido del frío invernal, fumando un cigarro largo e insípido, empecé a recordar como empezó este rollo.
Fue hace tres años, cuando me despidieron de la empresa de seguros, en la que, pese a mi magro sueldo, estaba plácidamente acostumbrado. Desde mi butaca podía mirar de rato en rato, las piernas de Jenny, que se sentaba en el escritorio de enfrente; me había habituado a los agrios comentarios de mi jefe y al café ordinario que tomaba todas las tardes. Bastó una llamada telefónica por el interno y un sobre que recogí de la administración, para que aquel universo diminuto y estable en el que vivía, cambiara. Era mi memorándum de retiro; creí que mi mundo se derrumbaba y me sentí un gusano al que aplastan por descuido. Guardé mi vergüenza con la vista clavada en los papeles en desorden que aún tenía. Una sensación de haberlo perdido todo me invadió; solo atiné a lavarme la cara en el baño, a peinarme en el espejo, y a salir apresurado.
Al día siguiente llegué temprano, recogí mis trastos, limpié mis huellas y no quise dejar ningún vestigio de mi paso por esta oficina. Salí luego de cobrar mi liquidación, apresurado, sin despedirme de nadie. Desde ese momento, mi vida adquirió un sentido raro al que no estaba acostumbrado entonces, y al que todavía no puedo acostumbrarme del todo, hoy. Primero la desazón al sentir mi memorándum de despido y sentir el viento fresco de la calle a una hora que no conocía.
El vidrio del reloj gigante colgado que anunciaba la relojería de enfrente me deslumbró; nunca lo había visto a las tres de la tarde; volteé la cabeza a un lado para evitar su fulgor, y al hacer esto, choqué con la vendedora de cigarros que estaba en la puerta de la perfumería. Varios de sus productos cayeron al suelo, y mientras me apresuraba a alzarlos, una sensación helada de orfandad salía de mi pecho hacia todos mis miembros. Torpe, continúe tropezando con varias personas. Más allá, a dos cuadras, subí a un microbús semivacío, por la hora; yo acostumbrado a estar embutido en uno de éstos, hoy era el único pasajero. Me dirigía hacia la casa de mis padres, donde vivía.
Pero, no sé por qué recuerdo este hecho tan lejano y poco halagador de mi pasado reciente. Han pasado tres veranos y ya estoy acostumbrado a ver las calles a la hora que me plazca, o a las que me permiten mis reuniones de negocios.
Olvidé decirles, en medio del bamboleo del vehículo, mientras miraba cabizbajo por la ventanilla del minibus, vi subir a un hombre de anteojos y traje oscuros, que se sentó a mi lado. Me arrinconé un poco hacia el fondo y me molestó que el hombre ocupara ese espacio de forma abusiva, lo miré como reclamándole, y él hizo un gesto bonachón. Al cabo de unos instantes, se ladeó y abrió sus brazos intentando efusivamente darme un abrazo. Ya no tenía espacio donde huir de tal efusión, y al abrir asombrado los ojos, creí reconocer esa sonrisa: era el amigo de mi padre que tanto frecuentaba mi casa cuando era niño. Aquel que me traía unas tapacoronas doradas, tan preciadas entonces por los chicos de mi zona, para adornar mi carro de madera y rodamientos con el que tanto me divertía. Mientras esas imágenes añejas llegaban a mi memoria en un instante, pude torpemente entrelazar su abrazo. –Hijo, que sorpresa tan agradable, encontrarte a ti justo ahora, me dijo. ¡Tantos años! –
Iniciamos una charla en la que entre preguntas sobre mi padre y otros conocidos y desconocidos. Me empezó a contar su peregrinación por muchas ciudades y rincones del mundo. Yo empecé a aburrirme de tanta lata; además el minibus había pasado ya varías cuadras de donde acostumbraba apearme. Insistí en que debía bajar, a modo de disculpa le di nuestra dirección y bajé del minibus.
Transcurrieron dos días y llegó a casa por la tarde, tomamos el té y junto a mis padres, evocamos aquellos años y sus múltiples circunstancias y personajes. Hasta que llegó una pregunta que me hizo poner serio y compungido: ¿Toño a que te estás dedicando? Yo permanecí callado unos instantes, hasta que respondí secamente: –…estaba de auxiliar de contabilidad en una oficina de seguros, y justamente el día en que lo encontré, Don Federico, dejé aquel trabajo…– con un tono de valiente. –O sea qué, estás desocupado hijo– asintió despreocupado. –¡Esa sí es una buena noticia–, dijo.
Lo miré extrañado y un tanto molesto, pensando que se trataba de una ironía. –No lo digo por molestarte– añadió, interpretando mi expresión. –Esos momentos son decisivos, y a tu edad, a veces importantes–. Seguí sin entender sus apreciaciones.
–Verás, tengo algunos negocios por la zona de los Yungas y rara vez puedo venir a esta ciudad; pero estoy necesitando alguien que se haga cargo de atender mis asuntos con mis clientes. Pensaba poner una oficina y no podía hallar alguien de confianza para esta tarea…
–¡Que suerte para los dos, Toñito!–, dijo, devolviéndome la tranquilidad y la confianza.
Acordamos los detalles, y en menos de una semana la oficina estaba instalada y yo estaba encargado de ésta. Me proporcionó una lista de personas a las que me presentó formalmente, como su hombre de confianza y el encargado de sus asuntos. Compraba varios tipos de productos agrícolas y también oro, yo me encargaba de llamar a sus clientes y de acordar los precios y de fijar las comisiones con los compradores, además de cobrar las deudas. Al cabo de un año llegué a conocer a muchos comerciantes, establecimientos financieros y bancarios. Tuve incluso que viajar varias veces a acordar negocios con los clientes en países limítrofes. Todos confiaban en mí. Don Federico vino dos veces a la ciudad y se mostraba orgulloso por la marcha de los negocios.
Luego de casi un año, en un accidente inexplicable, falleció Don Federico; no se pudo hallar su cuerpo. No hubo funerales, y como no tenía ningún pariente, todo quedó en mis manos. Mandé poner una lápida sobria en una fosa vacía, en el cementerio de prestigio más económico que encontré. Desde esa fecha, manejo este negocio y me ha ido bien, para que lo voy a negar. Compré hace poco un automóvil de segunda mano, soy suscriptor de servicios domésticos y administrativos que no necesito, he asimilado tanto este mundillo de los negocios locales que no puedo negarlo. Me gusta, aunque siga siéndome ajeno. De vez en cuando evoco aquella tarde, el deslumbramiento de ese rústico reloj, el destartalado minibus y el abrazo de don Federico.
Pero, disculpen que acabe aquí mi relato, ¡acaba de llegar una llamada a mi teléfono celular! La Paz, 26.04.94
UN SIMPLE PAPEL
CABE EN mi mano y no sé que hacer con este papel. Así acartonado y amarillento: es el papel que sin querer hoy encontré nuevamente en mi mano. Es el mismo, doblado en cuatro. Hace diez años representaba la oportunidad de vivir o de quitarme la vida. Hoy el sólo pensar en esa disyuntiva lejana, me causa risa y no puedo negarlo. Aquella palidez instantánea que inundó mi rostro, como si de pronto fuera descubierto en una actitud íntima, todavía vaga en mi memoria.
No es el temor a reconocer ese sentimiento elemental de autodestrucción, ni el desenfundar del armario de mi cerebro cuanto me hizo pensar en la posibilidad del suicidio. Hasta ahora y cada vez con menos precisión, no puedo definir si hubiese sido capaz de tomar aquella decisión. La verdad es simple: no lo sé. Aquel que fui ya no lo conozco más.
Juego con el papelito, lo lanzo al aire, lo cojo al vuelo. ¡Que insignificante que es!, que inofensivo, pero este objeto y muchos como éste implican a veces, hechos determinantes. Lo abro, releo su contenido, en mi memoria suena como un eco sutil que desaparece. Hago con el un avión y lo lanzo por la ventana. Es un ínfimo adiós a una vieja angustia. Mientras cae, sonrío al verlo planear y perderse en el tejado de la vieja casona de al lado. No puedo negar que ha sido un alivio el hacerlo.
Anduvo por tantas manos: escribanos, abogados, jueces, investigadores, pinches y curiosos. Tenía tantos sellos que casi no se distinguía su contenido. Su presencia me aterraba. Hice hacer los más absurdos sortilegios para que simplemente desapareciera de mi vida. Pero, siempre estaba omnipresente. El poder que le dio a mis enemigos cuando estuvo en sus manos fue terrible; por él me metieron a la cárcel, por el cambió mi carácter alegre y despreocupado en frío, calculador y ruin; al defenderme como pude, aprendí a manejar las mismas armas de mis enemigos. Con éstas los vencí. No puedo revertir los efectos perdurables que dejó en mi alma. La zozobra me ha invadido y la gran fortaleza que saqué de mi desgracia, hoy es mi único capital. Un capital lucrativo y sin escrúpulos que me permite manipular muchas cosas y muchas personas.
Pero, ya estoy lejos del influjo de ese miserable trozo de papel, lo hice desenterrar de la maraña de expedientes archivados. Me costó unos pesos y algunas amenazas al encargado del archivo, pero lo conseguí. No estuve contento hasta tenerlo entre mis manos y decidir su destino para decidir el mío.
UNA NOCHE CUALQUIERA
QUIEN CAMINE cerca a medianoche por las calles de este barrio, cualquier día de cualquier semana, encontrará entre las sombras nocturnas de sus calles, una cálida soledad, un espeso silencio que emerge de los portales cerrados, de las ventanas oscuras o semialumbradas. Es un mundo donde el silencio y los ruidos consiguen una convivencia de forma armónica, formando una atmósfera por la que caminar implica recoger, las aún frescas respiraciones de los miles de seres y motorizados que transitaron en abundancia por estas vías, durante las espesas horas del día.
En esta geografía humana poblada por mercaderes, comerciantes viajeros y artesanos, mientras el sol permanece en el cielo y la noche es adolescente, las relaciones humanas han saturado todos sus rincones, sus esquinas. Ahora, su quietud nocturna es un otro rostro que respira a través del mismo organismo vital.
Cada encrucijada con sus postes de centinela, devela un paisaje, un panorama distinto; abajo, a los lados, arriba, lo titilante de los miles de diminutos ojos de la ciudad. Cuando la noche es clara y lunar las playas de sus aceras, los adoquines opacos, las ventanas que aún permanecen con luz, dejan ver por entre sus vidrios, sombras vagas, ávidas y anónimas. Los muros reflejan pálidamente sus brillos, su latencia, su rumor.
Es un silente paisaje urbano poblado de sonidos, de ruidos, de murmuraciones, de pasos, de respiraciones. Por cualquier lado aparece alguien, algo, que participa del escenario; los cables de luz parecen un largo instrumento musical cuando son mecidos por la brisa. Si llega a llover, el espectáculo cambia, se enriquece. El fragor del agua que desciende como una fragancia continua, suele cambiar su visión; crece en amplitud, se esparce. En cada charco, en cada riachuelo al borde de las veredas, o en los desafueros de algunas canaletas o bocas de tormenta.
Luego que escampa, el aire se torna húmedo y casi no existen ruidos humanos: todo se ha hecho hermético y su lenguaje requiere el seguir caminando, lentamente, con los ojos fugitivos. Las manos dentro los guantes y los cabellos dentro la gorra nos hacen parte del indefinible color de la noche.
CASI UN REFLEJO
HAY CIERTOS trabajos de prolija artesanía que realiza la vida con increíble presunción de detalles y desmesurada e indeclinable paciencia. Nadie como un observador agudo y paciente, que haya dedicado periódicamente a un detenido seguimiento de determinadas imágenes, para saber cuales han sido los efectos del tiempo transcurrido. Pero no todos podemos poseer tal virtud, ni el tiempo o la dedicación necesarios para tal labor.
Es así como nuestra mente juega a saltos en la captación de algunas imágenes; a veces, no solo es un salto, sino un abismo infranqueable el que reúne dos imágenes separadas en el espacio de una memoria. Hace unos días, tuve una experiencia extraña, que me haría pensar en esos juegos de la memoria, de la realidad y de la fantasía. O de todos esos elementos reunidos y aderezados entre sí. Estaba sentado en mi mesa de trabajo, cuando al levantar la vista, sentí una presencia viva, lozana, arrolladora, de un ser, que no veía límites en sus anhelos ni imperfecciones; una sonrisa sonora y soberbia. Una persona envidiable; entorné los ojos e inmediatamente me di cuenta que se trataba de un juego de la imaginación y de la fuerte luz solar que ingresaba por la ventana y que se reflejaba en los espejos y muebles. Volví a mi labor; pero al poco rato, empezaba a pensar en aquella imagen, tratando de precisarla. Encendí un cigarrillo, bebí unos sorbos de café y recorriendo un poco los visillos de la ventana, empecé a ver sin interés, el trajín animado de la calle. Iba a retirarme de la ventana para reanudar mi trabajo, cuando me fijé en la esquina de enfrente. Vi una persona extraña durante unos instantes fugaces. Tenía una mirada profunda, clara, húmeda, observando de soslayo a su alrededor, sin reparar en nada ni en nadie. Su apariencia elegante, con una fragilidad que invitaba al halago servil; extendía con indiferencia la mano a los transeúntes. Corrí el visillo.
Decrecida y adaptada a la precariedad de mi memoria, esta última visión se superpone a la imagen que minutos antes percibí. Moví la cabeza para desperezarme y quitarme la distracción que había tenido. Tenía trabajo pendiente y los papeles de mi mesa, requirieron mi atención. Volví a mi ocupación; traté de retomar las cuentas de mi libro diario. pero, las cuentas se cruzaban. Froté mis ojos a tiempo de sacarme los lentes, y estuve unos instantes con los ojos cerrados, tratando de descansar la vista.
Al reabrir los ojos, otra vez aparecieron frente a la ventana, unos ojos negros, abismales, infranqueables, pero apostados sobre unos párpados saltones y fofos, que se diluían en unas profundas arrugas a los lados de los ojos; permanecía la arrogancia, muy bien disimulada por el encorvamiento de su espalda y el levantar lateral de su rostro. Lo miré fijamente y el hombre levantó su rostro para mirar en un escaparate cercano, un objeto indefinido. Él lo sabia y se alejó con rabia. Clavó con ira su torcido tacón y tanto más encorvado por su gesto, desapareció tras del poste.
Quedaron flotando algunos detalles confusos: su traje gris y la camisa azul sujeta a algo parecido a una corbata, que seguramente alguna vez fue verde; raída en los bordes, cobijaba restos rojizos de alguna precaria comida, vorazmente devorada. Tal aberración en la vestimenta acentuaba la diferencia con aquel cuerpo esbelto y elegante que se tamizaba del recuerdo antiguo, como en un collage absurdo y patético. Nada lógico enlazaba mis sensaciones y recuerdos. Tenía en el fondo de mí, una certeza, no, una duda, o algo así que me absorbía, que me imponía el pensar en ello. Poco a poco iban apareciendo pautas vagas. Hasta que fue armándose mi rompecabezas imaginario.
¿Que tremendos mecanismos del azar habían tallado en aquella , abominaciones de modo tan preciso y fatal?
Recordaba, hace casi dos meses, cuando todavía trabajaba de vendedor ambulante, visitaba todas las puertas cerradas que hallaba ofreciendo mis productos. Acostumbrado a un rechazo constante ya no me herían las negativas, e incluso la impertinencia de los visitados, cuando interrumpía su intimidad con mis ofertas.
Recordaba con especial molestia un hecho corriente, pero particular. Toque insistentemente la puerta de una casa gris, con los jardines descuidados y una chimenea que despedía humo; era de día y hacía calor, era raro. Esperé largo rato, cuando ya estaba por irme, el portal se abrió, un hombre corpulento y descuidado me demandó furioso a quien buscaba. Al percibir mi nerviosismo y mis manos que con una elemental mímica ofrecían una mercancía fútil, apaciguo su ira. Risueño, pagó el precio y no se molestó en recoger su mercadería.
Eran mismos ojos que se habían detenido en mi ventana, hace un rato. Ya tranquilo luego de haber dilucidado ese enigma de mi mente, volví a mi trabajo, moviendo mi cabeza con ironía. “¡No vuelvo a acostarme tan tarde; cuando no duermo bien, se me ocurre cada cosa…”, me dije. Esta vez mis cuentas, salieron bien, y transcurrió la jornada. Llegué a casa, cené frugalmente, cansado. Para distraer mi mente, encendí el televisor. Estaban pasando el último noticioso; cabeceaba venciendo el sueño, cuando vi en la pantalla los mismos ojos de la mañana. La sangre me subió a la cabeza mientras escuchaba la noticia: “TRÁGICO SUICIDIO EN PLENA VÍA PUBLICA” (la hora y el lugar coincidían con la esquina frente a mi oficina. Los largos minutos que mi memoria divagaba, había quedado como clavado en el suelo. Fueron instantes abismales hasta que automáticamente empecé a caminar, mientras volteaba de rato en rato hacia aquella esquina. Lentamente recuperé el aplomo y al llegar a mi dormitorio, me dirigí hasta el espejo para mirarlo con soslayo e incredulidad, en tanto que las imágenes ya se encontraban en mi imaginación como en un carrusel, en el que el tiempo apenas es quien enciende la maquinaria y deja al azar los giros.
ENCUENTRO
AL BAJAR levemente los ojos para aspirar una bocanada de humo de su cigarrillo, su mirada se dirigió hacia aquel hombrecillo que, apoyado en el muro cercano, parecía estrujado en sí mismo. Las manos al estar presas en los bolsillos de su pantalón, hacían que sus hombros se encogieran y subieran levemente, comprimiendo su cuello y aletargando su rostro. Éste era delgado, con unas comisuras como talladas a cuchillo y unas cejas pobladas de pelo gris hirsuto que daban una prolongada sombra a los ojos grises.
Ambas miradas coincidieron. Fue Remigio quien a tiempo de recuperar –luego de unos instantes– la respiración, balbuceó - ¡ Ra ra-ra-úl ! . El otro hombre abrió sus ojos, mudando sin querer aquel gesto duro con el que su rostro, sin embargo, permanecía. Giró levemente el rostro a un lado, y como disfrutando del estupor de su interlocutor, quien parecía un ser completamente desarmado que se acercaba con desesperación a una eventual tabla de salvación. Sintió que iba a ser abrazado, y abrió sus brazos, recibiendo aquella inesperada actitud de afecto. Con gran rapidez armó en su mente una estrategia de emergencia que le permitiera aprovechar al máximo aquella oportunidad. Todos sus sentidos trabajaban: su olfato le transmitía el olor agradable de una fina loción, su tacto percibía la suavidad de la tela del traje y su vista desmenuzaba los ojos desorbitados que lo miraban con ansiedad. Sabía que estaba siendo parte de un hecho poco común; estaba hacía tiempo desocupado, y su llegada a esta ciudad luego de tanto tiempo no la hacía con la mejor apariencia y mucho menos con ninguna expectativa.
¿Quién podría ser este hombre que parecía conocerlo, que pronunciaba su nombre, y se emocionaba al verlo? No queriendo perder la oportunidad que se le presentaba, respondió maquinal- mente con una forzada sonrisa, tratando de armar un afecto que estaba lejos de sentir.
–¿Cómo estás?, que gusto verte…– añadió. En rostro que tenía en frente, empezó a mover lentamente la cabeza, esbozando una sonrisa ingenua. –Sigues como siempre, dándote aires de importancia; si no te conociera, ya te hubiera mandado a rodar–, y volvió a estrecharlo con fuerza. Remigio creyó reconocer ese gesto y esa expresión furtiva; le era lejanamente familiar, pero era inútil, no podía precisar su origen.
–Ven quiero presentarte a mi esposa, está aquí cerca; allí cerca a la vitrina azul– le dijo, y sin esperar su respuesta se vio encaminado al lugar. Al llegar observó la espalda fina de una mujer elegante; estaba vestida con un traje sastre color damasco, que iba rabiosamente bien con su cabello negro brillante que acababa de apartar, dejando su hombro desnudo y sensual.
–Raquel– le dijo y ella volteó inmediatamente. Al ver aquellos ojos grises tan profundos que se clavaban en los suyos, se le vinieron en tropel, un cúmulo inmenso de sensaciones que en unos instantes lo remontaron a una galaxia lejana.
–¿Te acuerdas de él?– insistió Remigio. –Es el mismo Raúl que nos presentó en el cumpleaños de Rosa. No me digas que en cinco años ya no te acuerdas de él– dijo con tierna ironía. El hombre y la mujer permanecieron por unos instantes ensimismados, hasta que Raúl dijo tartamudeando…
–Claro, ¿cómo estás Raquel?, ¡que bella te has puesto!– Inmediatamente le dio la mano a Remigio, disculpándose por no poder quedarse a conversar con ellos, inclinó la cabeza ante Raquel, diciendo: –señora, un placer–. Dejó a la pareja confundida y se alejó rápidamente por la esquina cercana, que le pareció esta vez un milagro.
–Sólo eso me faltaba– se dijo a sí mismo, luego de varias cuadras, mientras intentaba encender un cigarrillo con el extremo opuesto. – La muy puta… ¡con quién se casó!– Se subió las solapas del saco y empezó a caminar por la acera húmeda, mientras una lluvia menuda, remozaba las calles.
MUCHO BRILLO ES PELIGROSO
LUEGO DE un instante en el que no sé que pasó por mi mente, reinicié con energía la labor que más me gustaba del oficio que había elegido, hace ya tanto tiempo. Cambié de mano el cepillo y con movimientos cortos fijaba mi vista en ese trozo de cuero que se resistía a darme su brillo. Sin que se diera cuenta escupí levemente para pasar el frote final con el trapo. Me detuve un momento y al notar que no se movía el individuo al que acababa de lustrar los zapatos, le pegué un golpecito con mi dedo índice doblado.
El hombre reaccionó e inmediatamente dobló su periódico, sacó una moneda de su bolsillo y con un gracias mecánico se alejó todavía ensimismado. Sonreí para mis adentros mientras se alejaba; era el mismo tipo de los viernes, pero hoy estaba con algún problema serio. Lo sentí por la tensión que hacía su pie izquierdo contra la pared, y por que pese a no ser fin de mes, usaba los zapatos negros delgados que le habían costado 300 Bs. hacían dos años.
Hoy no revisaba con paciencia las muestras de su portafolio como lo hacía habitualmente, nó. Se limitó a revisar la página 6 de su periódico; aquella donde se publican los avisos judiciales y las listas de algunos procesos financieros. No sé porqué, pero ese hombre, que nunca conversó conmigo, y del cual conozco casi toda su vida, no vuelve más. Era de los pocos que no tenía torcidos los tacos. Supe que era corredor de fármacos por el amplio portafolios sepia, de cuero de víbora, que siempre llevaba. La casi inexistencia de barro, aún en días lluviosos, me aseguró que moraba en un barrio de la zona oeste y que tenía hábitos fijos y pocos vicios conocidos.
Caminaba con pasos cortos y apresurados, aunque conservando cierta dignidad que nadie percibía. Se notaba que vivía solo, pues sus camisas solían estar planchadas con prisa y no pocas arrugas en los brazos; sus trajes tenían a principios de mes ese olor típico de tintorerías y esas costuras de letras al dorso de las chaquetas, que los identifican. Sus corbatas casi siempre combinaban con sus trajes, excepto aquel gris que insistía en combinar con la corbata roja tejida; ambos parecían una sonata tropical, y anunciaban algún grato fin de semana. Sabía los días de cobro de su sueldo y aún llegué a conocer la fotografía de su novia, que un día mientras agitaba sus zapatos, cayó de sus manos.
Era un hombre en quien se podía confiar. Alguna vez, mientras conversaba con un amigo suyo, en la esquina donde yo trabajo, me enteré de muchos detalles que por respeto a él, prefiero mantener en reserva; baste mencionar que apreciaba la lealtad.
“¿Que cómo sé tantas cosas de ese hombre?” La verdad es que les mencioné algunas cosas de él, porque el relato se inició al estar con él. Sin embargo, sé mucho de varias personas que conversan conmigo y de otras, como el caso anterior que nunca cruzaron palabra conmigo. Los detalles me dicen mucho; sus zapatos son sus biógrafos. Su forma de caminar, sus defectos, sus olores y los miles de detalles me han permitido ser un conocedor de sus vidas. Puedo conocer su ascendencia por la forma de pisar, sus oficios u ocupaciones.
Lo que podría contarles de tantas personas, pero, me disculpan, acaban de ocupar mi cajón las zapatillas rojas de tacón de la señorita Rita y en silencio me exigen reponer el buen ver y el brillo que puedan disimular los insurgentes pasos de baile, en los que puso toda su alma y que rompieron sus tapillas.
SIN UN ADIOS
LENTAMENTE FUI bajando con desgano por la acera izquierda, evadiendo por instinto los charcos y los huecos del piso. Por la calleja angosta, la gente empezaba a armar el abigarrado comercio; no importaban el barro ni ningún otra inconveniencia. Había que cubrir las aceras para tener a mano a todo transeúnte apurado que pasara. Apenas pasaba, con lentitud de nube, se armaban los puestos de venta; ya me empujaban para que apurara el paso. Entre mi modorra y el cigarro que sorbía pretendía esbozar un paso digno que disimulara mi disipada embriaguez y mi descuido en la vestimenta. De no ser por el sombrero y la barba, hasta me hubieran apresurado a palos.
Al llegar a la esquina noté como había cambiado la cuadra, parecía alfombrada de gente y objetos. Volví a encender mi cigarro, lancé la cerilla por encima de mi hombro izquierdo, como una especie de despedida de aquel trayecto que me echaba con insistencia. Calé mi sombrero a un lado y metí mis manos al bolsillo de mi abrigo y empecé a caminar. En la tienda de la esquina siguiente, cerca a la plaza, compré una botella pequeña de pisco, y ya con más certeza, me perdí a las pocas cuadras.
Una imagen etérea del Illimani apareció al llegar al segundo descanso de las gradas de la calle ascendente; la niebla gris daba un rebozo casi plano al gigante dormido, que esfuminado entre un celeste rojizo, ofrecía remilgos de luz en sus crestas brillantes. Era más fuerte la poca energía de mi agobiada humanidad, que mi reverencial homenaje visual al nevado.
Palpé dentro los varios objetos de mis bolsillos, uno que pareció ser el atado de llaves; lo saqué y mientras ubicaba la llave prominente de la puerta de calle, una mirada de soslayo dirigí a la calle desierta y polvorienta. La pesada puerta crujió como dándome un saludo amigable; penetré en el zaguán tropezando con un catre viejo dejado allí.
Luego de un instante de inquietud, ya con certeza interior subí las gradas de madera y seguí el pasillo hasta el fondo. Luego me dirigí hacia la puerta verde, mi puerta, la puerta de mi cuarto. Mientras introducía la llave en la chapa, noté algo descorrido el visillo; no le di importancia, y sin mirar casi nada ingresé en mi mundo: el hosco y cálido conjunto de enseres y muebles que acompañaban mi vida solitaria. Arreglé un poco mi destendida cama, lancé mis zapatos embarrados a cualquier sitio, y mientras ponía mi cabeza en la helada almohada, así vestido, me sumergí en un tibio espacio que me devolvió el derecho a visitar sin permiso ni tiempo establecido, cualquier incoherencia llamada sueño. La primera imagen se disolvió en un silencio que solo yo entendía y sentía.
Por entonces mi paciencia seguía una estructura mesurada; le daba una especie de plazo perentorio a mi ira, antes de hacerla estallar. El inconveniente era que era muy paciente cuando no debía y muy enojado cuando no era necesario. Esa receta mas o menos forzada que establecía mi ánimo, no me sirvió de nada y el futuro la quebró en mil pedazos. Pero, durante el tiempo que acontecieron los hechos que narro, fueron mi brújula afectiva.
El hecho de que mis negocios marchaban muy lentamente, me forzaban a pasar estacionado en esta ciudad por varios días. Tenía que esperar la llegada de unas mercaderías que me ocupaba de comercializar. Las lluvias y el descuido de mis eventuales proveedores no me permitía prever la fecha exacta de su llegada. Así, cada mañana a la hora en que llegaban los buses, actualizaba mi demanda y recibía habitualmente la misma respuesta, que me permitiría disponer a mi albedrío del resto del día.
Aquella mañana, la vi bajar junto a los demás pasajeros del bus, no me atrajo sino su maletita de mimbre y lo desabrigada que estaba en una mañana tan húmeda como ésta. Al salir de la oficina a hacer mi habitual inquisición, la vi sentada en la grada de la tienda aledaña. Me detuve un instante y luego sin dudarlo me acerqué, le pregunté sobre el viaje y sobre el estado del camino que había recorrido. Su frialdad al contestarme enfrió mi ánimo y ya casi me despedía, cuando sus ojos más que las palabras que me dirigió me hicieron dar cuenta de que estaba prácticamente sola en la ciudad. La invité a alojarse allí donde yo estaba, y a darle alguna orientación. No respondió nada, solo se puso de pie, me dio su brazo y caminamos unos metros, nuevamente cayó en el mutismo.
Al llegar al hotelucho, levanté la cabeza como para indicar que llegamos. Ella, al apercibirse del hecho, se quedó parada, mirándome con recelo. Solo atinó a decir que no tenía dinero, pero que lo conseguiría pronto. El gesto que hizo al apretar su maletita, me hizo pensar que en ella llevaba algo de valor que pensaba negociar. Le dice que no había problema y que yo avalaría el pago de su hospedaje. Al aproximarnos a la ventana del administrador, le expuse la situación, presentándola como una persona conocida. Luego de mirarnos con soslayo el administrador dijo –entiendo, pero que no pase de tres días–. Me sentí algo mal por asumir responsabilidades ajenas y por deber un favor más a quien no estimaba mucho.
Me entregó una llave grasienta con el número 24. Se la entregué a la mujer y juntos subimos la escalera angosta de cemento. La pieza de la mujer quedaba justo al fondo del pasillo donde se hallaba mi habitación. Un sentimiento absurdo asaltó mi mente; de pronto, yo, reticente a los favores y cortesías, me encontraba como un franciscano ingenuo ayudando a una desconocida. Miles de dudas ilustradas sobre la deslealtad y la estafa, acompañaron nuestros pasos hasta llegar al pasillo. Llegamos a su puerta, puso la llave y abrió la habitación y penetró en ésta, dándome suave, pero tajantemente con la puerta en el rostro. Me alejé moviendo la cabeza y esbozando una sonrisa irónica que pretendía justificar lo inopinado y absurdo de mi actitud. Antes de bajar las gradas, miré de lado aquella puerta, y ya cobijado en mi habitual hermetismo, bajé las gradas, llegando a trancos a la calle, perdiéndome en la esquina polvorienta; mis manos se hicieron de un cigarrillo.
Durante dos días, apenas la vi. Nos cruzamos en el pasillo un par de veces. Casi no me habló. Ya me había acostumbrado a su inexistencia. La noche siguiente, muy tarde, sentí unos golpes en mi puerta, me desperté de mala gana, pensando que era el encargado del hotel.
Mis ojos somnolientos se abrieron desmesuradamente al verla en el quicio de la puerta. Era un bello cuadro, estaba vestida con un traje blanco de flores amarillas, un sombrero rojo y las bellas medias negras de nylon, se sumergían en unas zapatillas rojas hermosas, delgadas y de tacón largo y delgado. Estaba ebria, pero su sonrisa me despejó toda duda. –Pasa– le dije. Se quitó la mantilla, lo puso sobre la silla. Se quitó los zapatos y se deslizó sobre la cama, apoyada sobre su brazo derecho. Levantó la cabeza y me dijo: –¿no vienes?–. Medio confundido, pero plenamente excitado me abalancé al lecho. Su ternura y pasión no tenían límites. El amanecer nos sorprendió medio dormidos.
Nos quedamos sin salir durante tres días, obviando cuanto sucedía en el mundo. Comimos y bebimos cuanto trajo en su maletita de mimbre. No conseguí que me contara nada de sí misma, solo sonreía y me besaba, recomenzando todo de nuevo. La última noche yo dormía profundamente, y al intentar abrazarla, descubrí que no estaba. Medio me vestí, la busqué en su cuarto. Pero el hotelero, que estaba al fondo del pasillo, me dijo: –Se fue hace un par de horas–, mascullando un escupitajo, se perdió en las gradas. Yo corrí y le pregunté maquinalmente: –…pagó?… El hombre medio sonrió, limpiándose la saliva de sus labios gruesos, – claro, o crees que la dejaba irse así nomás, eres un boludo, yo que tú, no la soltaba–, dijo desde su diminuto cubículo, bajo las gradas.
Yo volví a la cama, y al final me dormí profundamente hasta el día siguiente. Jamás la volví a ver. Pregunté por ella en la terminal de buses, en otros hoteluchos; nadie reconocía su descripción. Supe que además de pagar su hospedaje, canceló el mío hasta fin de mes. Desde entonces conservo esa maletita de mimbre, que dejó olvidada como un certificado de su existencia; y cuando la toco, me parece sentir su piel, sus cabellos y aquella sonrisa con la que llamó las primera vez.
EL TOLDO
AL DOBLAR la esquina sentía la presencia acogedora de un toldo iluminado. Su aderezo de palos armaba un pequeño cubículo cubierto por una tela sucia e iluminada por un foco amarillento. Las sombras chinescas que originaban los perfiles amodorrados le daban una particular presencia en la cuadra oscura y solitaria. Hacía allí me dirigí tratando de hallar algo que comer o algo caliente que echar dentro. Ya hacían dos horas de caminata sin rumbo. Cuanto más me acercaba, el rumor del anafe y el perol llameante, sonaban acogedores; se debatían en la olla fragmentos de cebollas y tomates, en una chorrellana junto a unos asados jugosos, que ardían suavemente al fondo. Los panes estaban dentro de un saquillo blanco, con una especie de sábana gris que los protegía de algo.
Aparecí como un maniquí rígido, mi presencia no perturbó a la mujer que con una cuchara de palo movía el perol, ni al hombre que estaba sentado a un lado, con la cabeza entre sus rodillas rumiando los restos de su sanduiche. Me dirigió una mirada que me radiografió instantáneamente; ni me consultó nada, solo preparó un sanduiche abundante, le agregó un tanto de jugo alejando la cuchara hacia arriba; –son dos pesos–, me dijo. Extraje las monedas de mi bolsillo, mientras me acomodaba a un lado del toldillo. El calor del primer bocado me llegó hasta el alma; me recuperó del frío que se había apoderado de mi anatomía, y de modo imperativo, mi boca reclamó el siguiente bocado.
Me miraron de soslayo el hombre que tenía a medio metro y la doña que no salía de su pétrea expresión, añadió una sonrisa al mirarme. Mientras arreglaba el gancho que sujetaba su manta negra, con motas violetas, cuyos flecos delanteros estaban llenos de grasa me ofreció un trozo de carne extra, que yo recibí complacido en mi pan. El pañuelón amarrado en su cabeza, hacia más particular su repentino gesto maternal.
Al instante todo cayó en el silencio habitual: las carnes cociéndose, los gruñidos del hombre de enfrente y la expectante mirada del perro cercano que esperaba mis sobras. Por la vía pasaban eventualmente algunos vehículos.
Apenas acabé de comer cogí una de las servilletas triangulares de papel e intenté torpemente limpiarme la boca. Me puse de pie luego de unos largos minutos, y sin despedirme, camine calle arriba, hasta perderme entre las sombras. El toldo donde había estado se veía como un poema en la noche; de su trasluz se veían las sombras como un bello contraste con lo oscuro de la acera; los adoquines cercanos, recogían tenues resplandores de la lámpara de querosene que alumbraba el solitario toldo. Un oasis perfecto para solitarios, ebrios y advenedizos
EL PASEANTE SOÑADOR
MACHACABAN EN mi cabeza los golpes con los que, el madrugador ímpetu de las manos de una verdulera achocalleña, clavaba su alcayata de fierro en uno de los intersticios del adoquinado. Pretendía afirmarla lo más hondo posible, para que la chiwina que en ésta se encajaría, pudiera soportar los embates de los vientos invernales, que transitan apresurados al llegar la mañana o al caer el sol.
Eran las cinco de la noche, y yo, medio dormía en un portal de dos gradas, apoyado en el quicio oscuro de una cortina metálica. Los golpes resonaron en mi embriagada memoria de un modo cruel.
Medio despiertos, medio dormidos, mis ojos empezaban a precisar cuanto me rodeaba; de las sombras frías que me arroparon, quedaba muy poco, ya todo era un tráfago intenso.
A modo de reponerme, empecé a reelaborar en mi mente, los acontecimientos de las últimas ocho horas, desde que me bajé de un taxi y remonté la avenida Buenos Aires, hasta que me deposité en este portón donde me encuentro. A esa hora el paisaje era sobrecoge-dor. De las sombras emergían con una nitidez galopante, casas, postes y cúmulos de verduras, flores y frutas. Los cables de luz daban al ambiente, poblado de semiluces crecientes, un contrapunto horizontal y tembloroso que hacían presentir un viento helado. De pronto, me encandilaron las luces de un camión que pretendía estacionarse enfrente, su ronronear pesado lo hacía parecer un inmenso cocodrilo depositándose en alguna orilla; sus faroles, los ojazos de una serpiente de fuste cuadrado.
Hacía frío, y mi abrigo no era una buena cobija; al mover inconscientemente mis piernas a un lado, dejaron entrar hacia mí, un friecito hondo y regocijador.
Varias voces se unieron a las ya existentes, hasta formar un coro abrumador. Del camión bajaron más verduleras, las mismas que se apresuraban en dar instrucciones precisas a los cargadores, quienes recibían sus atados. De la nada aparecía una ciudad de toldos y perfiles inquietos.
Las veredas se alfombraban de puestos de venta en el suelo. Incluso los faroles, parecían despertar apesadumbrados.
En un rincón de mi mente, aparecieron los versos de una canción que tanto había bailado apenas horas atrás: «...cholita no llores más, aquí están los mallcus. . .»
Lentamente se reconstruí mi rompecabezas de doce horas atrás: me encontraba en la última cuadra de la principal calle del barrio de Chijini, llamada por los tibios y xenófilos: Gran Poder. Era el crepúsculo del domingo, cuando en mi abulia, cavilando sin rumbo, me introduje en aquella región transparente en la que no pensaba encontrar trasmundos tan fantasiosos.
Bajé una avenida oscura y otras calles polvorientas por las que había llegué a la iglesia del barrio. Su portal de piedra y cemento poseía un raro encanto. Entré curioso y con cierta soberbia, por pura curiosidad; mis pensamientos estaban dirigidos a otro sitio y cuanto observaba me era todavía indiferente.
De esta manera, mientras esperaba que bajaran los bailarines en su penúltimo ensayo, me animé a entrar en esa edificación de apariencia modesta; crucé el portal, unos vitrales me desviaron a las entradas laterales de vaivén. A la derecha, varias manos ensartaban en los estrechos tubos truncados, velas ardientes. Un niño dibujaba en el ceniciento muro, líneas indescifrables.
Pulsé la puerta y entré justo en el momento del sacrificio; no pude menos que agachar mi cabeza mientras sonaba la campanilla del ofertorio. Con el rabillo del ojo miré en una de las columnas la imagen de un Cristo vejado por judíos. Con una sutil tranquilidad, torné mis pasos y salí de prisa de prisa al oír una banda de música que ejecutaba una rabiosa morenada.
Afuera ya había comenzado la euforia, los niños correteaban delante de la primera comparsa de bailarines: su enorme estandarte era llevado con parsimonia y solemnidad. Los danzantes estaban endomingados con un traje verde petróleo, camisas blancas, una flor tricolor de plástico en una solapa y una colita violeta en la otra. Las mujeres estrenaban sus mantas color perla con bellas flecaduras brillantes, sus polleras eran de un color parecido, pero con un tornasol violáceo, que en la oscuridad parecía peces presos en una mar clara, que se encrespaba a cada movimiento arremolinado.
Las zapatillas blancas, planas, con el cresponcillo de torero, cobijaban unas medias naylon con talonera negra, que seguían un ritmo pausado de alegría marcial. Los brazos de ambos casi siempre replegados, cerca al corazón. Las manos de ellas empuñaban suave-mente, prestas a acomodar sus sombreros de hongo y la unión de sus mantas; las de ellos cogían una banderilla de cotillón. Los niños juegan a captar esa caricia fugaz del rozar de las telas brillantes.
Como una dosis vigorosa de las juventudes andinas urbanas, surgen grupos de muchachas morenas vestidas a la moda, contorneando febrilmente sus cuerpos generosos; sus sonrisas permanentes denotan un orgullo peculiar. Se sienten las sacerdotisas del templo que se construye en cada vibrar de los platillos y trompetas. Los cabezas de comparsa instruyen el cambio de pasos, y la estructura del espacio se ve asaltada por una nueva combinación de movimientos y gestos; un nuevo rostro coreográfico que arranca en los espectadores, expresiones de entusiasmo. La fiesta incluye a todos.
Se sucedían las comparsas con largos espacios, entre grupos. Éstos, casi siempre separados por sexos y edades; en raros casos se notaban danzas de parejas. Cada grupo marca una edad, un vigor distinto. En los grupos de personas mayores, los movimientos se atenúan, pero ganan en elegancia. No faltan los personajes excepcionales que sobresalen: son las figuras. Bellas individualidades que siguen su ritmo propio, una apoteosis particular, del color característico propio del grupo. Algunos de ellos, producto de la ebriedad, dan rienda suelta a su propia fantasía y rompen el ritmo general.
Por otro lado, estaban los espontáneos, casi siempre ebrios que emergen de entre los espectadores y se suman a los danzantes. Depende de su actuación para ser soportados o expulsados del grupo.
Los negros son una especie de amuletos para las bandas de musical. son siempre apreciados y destinados a los platillos o bombos. Su natural predisposición al movimiento, los hace destacar siempre.
La banda de música es el corazón generador, marca la dimensión del flujo musical, del ritmo vital; pese a ser los obreros de la alegría, lo son en su mayoría por convicción o complicidad.
Entre ellos, la elección del instrumento determina su carácter, y son los músicos más bullangueros. Tras de ellos, como el polvo a la tierra, se hallan unidos un tropel de fanáticos, que caminan tras ellos con sus magnetófonos en mano, tratando de capturar la fugacidad de su ritmo.
Algo llama mi atención, es ese pasito que hacen el grupo de potolos. Súbitamente me sobrecoge, me alegra íntimamente; no sé cómo lo hacen, pero avanzan retrocediendo y con un giro. Trato de reconstruir el paso en mi mente, pero no cabe, se esparce, se desparrama y continúa, travieso, escurriéndose por las calles.
Al ver la danza en su fase más humana, se notan más los pecados marciales, pero se enriquece la comunidad que danza. En unos días, cuando la fiesta asuma su apoteosis final, estos cuerpos dejarán sus vestiduras humanas, y será la fastuosiosidad de sus trajes brillantes, la desbordante y maravillosa monstruosidad de sus máscaras, combinados de luces y color, la que nos hable de una invasión fantástica, híbrida, con sabor a saliva amarga, sudor, ebria de sí misma.
La noche ya está en su apogeo. El ensayo concluye. Como sucede desde hace varias semanas, luego de ver pasar algunas comparsas. Se reúnen grupos aislados. Los espectadores dejan los bordes de las aceras; muchos se dispersan y al cabo de una hora, sólo quedan parroquianos libando en los bares cercanos y lanzando esporádica- mente, discursos incoherentes a su amada intemporal o contra imaginarios enemigos.
Los postes y las esquinas son lugares de separaciones; ya no se buscan los callejones para orinar. Parejas hacen la antesala de sus amores en los portales y el silencio empezó a dominar el barrio.
Las anticucheras recogían sus fogones y echaban el carbón extinguido a las bocas de tormenta; luego todo aderezado, cargaban sus cacharros, y se alejaban con sus hijos somnolientos.
Los ponches y la cerveza han acumulado ardores en los vientres y éstos, sólo llevan a los cerebros adormecidos mensajes de desiertos candorosos poblados de tambores y sones acompasados.
Yo ya me sentí agotado, ebrio y bamboleante; era el personaje cómico que seguía bailando en las calles oscuras.
Sin más ganas de beber, entré a un bar, cerca de la comisaría. Las bamboleantes puertas cimbrearon a tiempo de empujarlas; un vaho me dio la bienvenida y me puse a beber con un amigo bancario al que inexplicablemente encontré en un rincón, llorando. Oí sus letanías por horas cuando entré por un momento al pasillo cubierto con una cortina amarillenta, donde oriné copiosamente hasta desbordar la lata ubicada al centro, ya no lo encontré. Acabé los dos vasos que quedaban y salí. Sólo recuerdo que subí un poco hacia la calle de arriba, hasta que me senté a descansar en la esquina, y pese al frío, me quedé dormido.
ANTESALA DE LA EUFORIA
AQUEL DOMINGO, la tarde declinaba hacia el ocaso. Esa mañana mis pasos apresurados me llevaron a trashumar desde muy temprano. Una desaprensible nostalgia a la que se le sumaban una ansiedad renovada y un intimo jolgorio, me habían inquietado durante estos últimos días. Mi mente había logrado caminar más aprisa que mis pasos, y yo, ya formaba parte de los racimos humanos que caminaban por entre vendedores ambulantes y los pequeños puestos de venta.
Había subido parte de la calle Santa Cruz, ese sábado especial cuyas aceras estaban teñidas de vivos colores. Las puertas de los tambos –como en raras ocasiones–, mostraban muchos afanes y pocos comerciantes. Los tradicionales lazos de serpentinas multicolores decoraban muchas portadas, cruzaban los cables de energía eléctrica y se encontraban por todas partes.
Al frente, quedaban algunas vendedoras de anilinas y botellones de cristal, en medio de la invasión de vivanderas y ambulantes de novedades que llegaban de su peregrinar por otros mercados vecinos. Una barahúnda de voces, gritos y murmullos, despertaba todas las partículas del aire, brindando al ambiente una atmósfera de fiesta. Los quioscos de madera de los tocuyeros estaban completamente cerrados. Al frente, sólo unos cuantos cerrajeros, ubicados más allá de la rotonda, devanaban todavía sus manojos de llaves, cerca a los comercios de algunos tenderos coreanos, ubicados un poco más arriba. Ellos no cierran sus tiendas ni en el aniversario de la creación del mundo, eran los únicos atisbos persistentes de actividad financiera.
En el centro de la plaza, tentado por el punzante color rosadino de unos algodones de dulce, aderezados en un extraño árbol de golosinas, cargado por un hombre moreno, vestido con un gastado saco blanco y un calatraba azul. Llevaba su comercio a cuestas como si éste fuera un estandarte glorioso. Compré uno de esos intangibles dulces, sin saber que hacer con él (un niño atento a mi indecisión me salvó del confuso placer, comiéndoselo en mi lugar).
Mientras miraba distraído un edificio recién acabado, pintado de un eléctrico celeste y salientes rojos; una especie de frontispicio en el que acababan en unas columnas verdosas de mármol gris daban al edificio comercial un aire de fresca hibridez. Intentando descifrar el mensaje de esta nueva moda arquitectónica, bajé la mirada hasta la acera. En el centro de la plazuela, un poco más allá de las gradas, al lado de un charco, se encontraba un caballete de madera en cuya cima, se hallaba una jaula de canarios, cuyos musicales sonidos atrajeron mi atención. Su dueño, al notar mi interés, se apresuró a ofrecerme los vaticinios y cábalas que estaban impresos en el cajoncito de la jaula; atrajo al pajarillo de pico dorado con un poco de maíz en su boca, para que éste se acercara a escoger con su pico, uno de los impresos que el azar me deparaba. “para un joven soltero” decía el encabezado, y mientras me alejaba del lugar, intentando leer aquella letra menuda, tropecé con una expendio de lazos y fajas tejidas a mano.
Confuso, empezaba a vagar por la calle Max Paredes llegando a la esquina de la calle León de la Barra. Aquella esquina era muy conocida por sus tambos yungueños y los depósitos de coca. Hoy estaban colmados por banderitas de seda y fruta, el empedrado estaba húmedo y el entusiasmo de los grupos de amigos y parroquianos dejaba un innegable fulgor de alegría.
Acercándome a la Vicente Ochoa, vi que las aceras estaban inundadas con trozos de plásticos, maderas y otros objetos que instituían la posesión y la reserva de puestos preferenciales en los bordes por donde habría de pasar el esperado espectáculo. Cerca a mediodía, varios camiones cerraron las encrucijadas de las calles, llenándose de racimos de gente.
Los circunloquios de vecinos. conocidos y visitantes crecían, formando una compacta avenida de miradores, muchos de ellos habían aderezado sillas, banquillos y hasta sofás a lo largo de la ruta establecida. La espera era amenizada por cerveza y cocteles entre los grupos de gente que conversaban animosos.
No eran raros los espontáneos que mostraban sus dotes o su experiencia coreográfica. Bajando por la calle Eloy Salmón, podían notarse algunos vendedores de electrodomésticos, pilas y cassettes. Un poco embriagado por el ambiente y los cocteles ingeridos, a empujones y disculpas, logré llegar hasta la portada del Templo del Gran Poder, ubicado al doblar la calle Gallardo. Al ingresar allí un brusco silencio establecía una frontera latente entre lo bullanguero de afuera y el ronroneo de la quietud interior. Numerosos devotos y curiosos paseaban sus fervores al pie de las imágenes en relieve que representaban un antiguo vía crucis.
Al fondo, era imposible no fijarse en el mural pintado en la cúpula: un padre anciano emerge con los brazos abiertos entre dos ángeles desmenuzados, todos ellos irrumpiendo en un cielo celeste y estrellado, fragmentando la noche y el día con un arcoiris. Más abajo, en el altar mayor, apenumbrada detrás de grandes cirios, la legendaria imagen de tres rostros, vestida con una túnica verde y un manto gris; sus ojos bondadosos y ausentes, bordeados de un aura ondulada vibrátil. Allí confluían múltiples ansiedades. El altillo reservado al coro, en la parte de atrás, estaba desierto. Ya no había órgano hace tiempo, tampoco se oían las sirenas de las fábricas cercanas que con el entusiasmo de dueños daban otros cauces al silencio en días como éste, en tiempos ya pasados.
Por las vías adyacentes podían verse cerca al mercado, los pequeños tronos armados por los vendedores de abarrotes cuyos monarcas pequeños habían instalado sucursales de expendio de cerveza para alimentar a los sedientos. El sol del reciente invierno era espeso y asediante, a la sombra se notaba un melancólico frío; el viento pasaba con distinto ritmo, moviendo los cargamentos y arcos aderezados con aguayos, manteles, platerías falsas y muñecas rubias.
Un poco subiendo por la Bustamante un grupo humano, llamó mi atención. Se habían reunido los hermanos sastres, apellidados Condori, dos peluqueros (uno era don Rafo) y un sombrerero de Jesús de Machaca, conocidos vecinos. Todos ellos formaron un corrillo; tocaban con sus instrumentos musicales una hermosa tarqueada. Sus sombreros echados hacia atrás, sus cuellos plenos de serpentina y mixtura, bailando al mismo tiempo sus tonadas en círculo.
Cerca, varios niños amontonaban mixtura en el borde de la acera y jugaban con las tapacoronas de las cervezas. Muchos balcones estaban particularmente abiertos, dejando oír algunos discos de moda. Varias parejas se movían dentro.
Decidí sentarme por unos momentos en la gradas de una tienda cerrada. A pocos metros, celebrando un jolgorio aparte, estaban cuatro artilleros, alcohólicos consuetudinarios que tenían su refugio permanente en un callejón a la vuelta: semejaban seres de otro mundo, y en realidad lo eran, sin otra prisa que no fuera el depositar- se en una muerte amable y sin tumba, departían su elixir de fuego. Uno de ellos tenía calzada una bota derecha de diablo, abierta como una flor antigua, y el anciano cojo, ejercitaba unos pasos de danza, todo esto certificaba la adhesión de estos ángeles caídos a la atmósfera de fiesta grande,
Se ignoraba si este año los prestes de la fiesta darían un convite estilo orureño, o una preentrada. Por encima de suposiciones, de lo que todos estaban seguros era que había que disfrutarla y vivir con ella, con lo que fuere posible, mejor si con música, danza y bendiciones. Sino como sea. El desfile ya había sido charlado y todos quienes llenaban el barrio de Chijini, esperaban el Gran Poder a sus mil maneras.
Como una amplia sala de espera se prolongaba, más allá del surtidor de kerosén, la avenida Abaroa –cuyo punto de nacimiento es un fantasmal basurero que desaparece de día–. Esta avenida contiene en su transcurso, muchos callejones y puestos de sombrereros. A un lado viven los alfareros. Antes de llegar a su fabuloso vientre formado por un monumental puente, bajo el cual se hospedan vendedoras de frutas y vivanderas, trepando el puente por sus gradas, puede verse el atuendo verde de la hierba que lo recubre. Al llegar al nivel de la avenida Buenos Aires, el panorama que se descubre es imponente e invitador. Descansando de sus fatigas, varios cargadores y parejas de cholitas se remecen en su pendiente, acullicando alrededor de los kantutales florecientes. Pocos como ellos disfrutan de un paisaje tan abundante y hermoso en esta ciudad.
Cruzando al frente, al empezar una callejuela terrosa, un predicador alucinado en medio de glorias y aleluyas escupidos a quemarropa, habla de los peligros del alma, del hirviente calor de los infiernos, del alargamiento elíptico de los cuerpos diabólicos. No le incomodaba que, apenas a pocos metros, y robándole algunos advenedizos y curiosos, inicie su discurso un charlatán amazónico. Este acaricia la piel de sus serpientes mientras ofrece una crema capaz de curar todos los males del cuerpo. Ambos son hermanos de leche.
No lejos de los herreros, dos heladeros vestidos con overoles blancos y gorras rojas, han estacionado sus carritos de madera, en estos se exhiben fotografías e ilustraciones de luchadores mejicanos, sufrientes actrices americanas, y propagandas de productos comerciales que ya ni existen.
En este inmenso desorden incidente, todo está en orden, en su propio caos ordenado, inexplicable y fabuloso. Ya doblaba el arco del mediodía, y el sopor de la tarde estaba apropiándose de todos los rincones. A cada momento falsas alarmas sobre el inicio de la Entrada.
Era imposible, pese a este ambiente de fiesta, que el Thanta katu, aquel mercado eventual de objetos de improbables orígenes, pare sus actividades. Este mercado viejo de las infinitas posibilidades donde las miserias cotidianas y las grandezas de la sobrevivencia tiene su madriguera. Esta maraña de gente se diluye en un ritmo propio, parece un reloj gigante que enloqueció de pronto sin perder el ritmo del tiempo, con miles de manecillas marchando a prisas distintas y encontradas.
Los calores del solsticio resolaban a los más consecuentes parroquianos, que estaban delante de los cordones de sillas, libando a tragos sus bebidas, y charloteando de todo; no faltaban los atolondrados visitantes extranjeros que animados por folletos turísticos prestaban su tibia asistencia al lúdico espectáculo folklórico. Todo parecía salirse del programa; las incontrolables imágenes y los hilos que se tejían entre los seres que la componían. Otros espectadores más ilusionados, a modo de esperar, sin perder la paciencia, recordaban los detalles vibrátiles de las alucinantes vibraciones de los platillos, el vozarrón de los bajos o las travesuras de las trompetas que tocaron en los ensayos las bandas que no tardarían en aparecer, haciéndose remecer en el recuerdo de sus ecos.
Una radio en aymara, anunció que ya empezó la Entrada y que vienen bajando por la avenida Baptista los primeros grupos. Al oír esto, un hombre grueso y moreno quemado por múltiples inviernos, eleva su vaso espumante mientras ajeno a todos empieza a subir la calle bailando con melodías imaginarias. Su cuello de toro se expande por la camisa y su chaqueta a cuadros, sudando sin parar, levanta los brazos grita alborozado, como si lo poseyera una energía remota: ahí viene la fiesta a a a !
fin
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